La idea posee suficiente fuerza como para dejar blanco a cualquier accionista. Ése es el escenario al que se enfrentan los fabricantes de coches en los próximos años.
La contracción de las ventas a escala global y las inversiones realizadas por las marcas para alumbrar una nueva era en el sector no destilan el mismo optimismo que algunos discursos públicos de sus ejecutivos.
Y la electrificación es la principal causa: entre 2019 y 2023 está prevista una inversión solo en ese ámbito de unos 225.000 millones de dólares (206.000 millones de euros), una cifra similar a lo que el sector en su conjunto ya gasta cada año en inversiones e investigación, según los datos de la consultora AlixPartners.
Muchas voces hablan del coche eléctrico como la transformación necesaria de la movilidad, pero de momento amenaza con dejarle sin ganancias a una de las más reputadas familias de la aristocracia industrial, tan poderosa como pesada, más basada en grandes volúmenes que en amplios márgenes de beneficios.
“Creemos que será muy difícil para muchos fabricantes, si no para la mayoría, demostrar que un proyecto de vehículo eléctrico puede ser por sí solo un negocio rentable”, afirma Hannes Weckmann, director de la oficina en Múnich de AlixPartners, la firma que acuñó la expresión “desierto de beneficios” para definir el momento en el que se encuentra la automoción.
Sus argumentos no son desconocidos. Las ventas de coches enchufables son bajas actualmente, mientras que su lanzamiento parece un agujero sin fondo. Lo que vale su desarrollo, costear las nuevas líneas de producción, asegurarse toda la cadena de suministro, preparar las plantillas, cuando no reducirlas. Y pese a esas inversiones imprescindibles, se mantienen dos incógnitas de futuro.
Por una parte, la respuesta que puedan dar los potenciales compradores. Por otra, las sanciones a las que tendrán que responder las marcas si no logran cumplir con los objetivos de reducción de emisiones.
Jato, una firma de consultoría especializada en automoción, calcula que ese castigo en Europa podría alcanzar los 33.600 millones de euros en 2021. Es ilusorio pensar que las compañías hubieran hecho todo ese esfuerzo en tan corto espacio de tiempo sin nadie marcándoles el paso.
“Nos enfrentamos a una tormenta perfecta que puede tener un impacto darwiniano. No veo claro que todas las marcas sean capaces de superar ese desierto. Este contexto nos mete mucha presión, con potenciales efectos colaterales que hay gente que no quiere ver”, reconocía el presidente de Seat, Luca de Meo, hace dos semanas en un encuentro en el Salón Internacional del Automóvil de Fráncfort.
La cita alemana del motor fue toda una demostración de fuerza de la industria ante el reto que se le viene encima. Pero también una forma de escenificar el esfuerzo que ha realizado la mayoría de las marcas para asumir los umbrales de emisiones de CO2 lanzados desde la Unión Europea.
Con los deberes hechos, el sector busca comprensión y que se escuchen sus demandas de ayudas económicas para impulsar el mercado.
Incluso que se abra un poco la mano a las pretensiones iniciales de rebaja de la contaminación que causa el efecto invernadero, dictada en consonancia con los objetivos climáticos del Acuerdo de París y que parece intensificada tras las trampas descubiertas a algunas compañías, como el escándalo del dieselgate de Volkswagen de 2015, que el martes dio un nuevo paso al quedar señalado su actual consejero delegado, Herbert Diess, por la Fiscalía de Braunchsweig por informar demasiado tarde al mercado del fraude.
