Cuando los ciudadanos cuestionamos los programas o presupuestos asistencialistas que han sido implementados por los gobernantes, para estos últimos es fácil refutar dichas críticas, pues, con el argumento del combate a la pobreza, justifican cualquier despilfarro y, además, ubican a los críticos como los culpables de la desigualdad, algo que genera divisionismo e incluso odio.
Y no es que no haya habido efectivamente falta de solidaridad y subsidiariedad en algunos sectores de la sociedad, dejando a la deriva a los más vulnerables, algo por lo que ya algunos están rindiendo cuentas, pero esas omisiones no pueden convertirse en una venda que nos impida ver que, si el gobierno sigue con una política paternalista desenfrenada, tarde o temprano llegará el momento en que esta sea insostenible financieramente y nos hará caer en una espiral incontrolable de la que nadie se salvará (ni los pobres), que tocará fondo cuando el País quede en cenizas y tengamos que reconstruirlo todo por decenas de años.
La preocupación se duplica cuando vemos que, lejos de encontrar oleadas de gobernantes que lleguen con nuevas mentalidades que detengan esta inercia populista, por el contrario, estamos viendo que los nuevos aplican estos mismos modelos, pues han confirmado que, en el corto plazo, ese tipo de programas les genera rentabilidad electoral que, a la vez, se traduce en conservación del poder y privilegios. Al final, los discursos fáciles de “primero los pobres” y “gobierno de la gente” se pronuncian a sabiendas de que, en el largo plazo, alguien acabará pagando, cuando ellos ya no estén.
La película la estamos viendo y repitiendo en varias latitudes políticas. A nivel federal, empezamos consumiendo los ahorros que gobiernos previos habían dejado, luego pasamos a la extinción de fideicomisos que igualmente se habían constituido para enfrentar eventualidades, después seguimos con disminución de presupuestos en áreas estratégicas como la educación, la salud, la ciencia y la tecnología; y cuando dejamos las finanzas públicas en sus huesos por la construcción de obras inútiles, acudimos al endeudamiento escandaloso y a la desaparición de organismos autónomos que, además de chuparles el presupuesto, representaban contrapesos para el poder.
Hoy, terriblemente, ya llegamos a la línea que pensamos no se cruzaría, en la que el gobierno se quedará con el dinero ajeno (de los trabajadores) que está depositado en el Infonavit. Ya solo nos falta disponer de las afores y volver a estatizar el banco central para tener así todo el circulante disponible en el País, todo con la intención de financiar el asistencialismo que da votos pero que destruye países.
Es alarmante que en Guanajuato ese patrón se empiece a replicar. Duplicamos los programas sociales, copiamos la extinción de fideicomisos, destinamos cientos de millones para la presentación de artistas y conferencistas, disminuimos presupuestos en áreas que fomentan el crecimiento de la economía y reducimos recursos a la cultura y al deporte, y todavía tenemos la alta capacidad de endeudamiento público cuya tentación siempre estará vigente.
No se rechaza un presupuesto reorientado hacia el asistencialismo, siempre y cuando sea aquel que se considera productivo y no electoral, aquel que enseña a pescar y no regala el pescado, y no aquel que fomenta la dependencia y obliga a las y los beneficiarios a estirar la mano, parados por horas bajo el sol.
Estamos viendo frente a nosotros la destrucción del saneamiento de las finanzas públicas y la llegada de grandes déficits fiscales, tirando por la borda la estabilidad financiera que evita las crisis y la quiebra de las instituciones, algo que, al final, acaba pagando el pueblo, principalmente los más pobres. La crítica al manejo del dinero público es una obligación ciudadana, si no por patriotismo, al menos por sobrevivencia.
LALC
