El Estado dice “velar por la salud y el bienestar”, pero en realidad cuida su imagen, esa de un gobierno preocupado por los pobres ciudadanos que, según parece, no pueden decidir sin su permiso. No prohíbe (pues no se atreve), no educa y no transforma, pero eso sí, cobra impuestos. Porque prohibir sería autoritario y educar cuesta. Pero gravar, en cambio, es muy elegante, porque parece una acción responsable, aunque en el fondo sea una recaudación disfrazada de virtud moral.

Así ha ocurrido con el impuesto a los “videojuegos violentos”, en donde el gobierno, en un acto de lucidez pedagógica, ha decidido que la agresividad social tiene su origen en las pantallas y no en la desigualdad, la impunidad o frustración colectiva, sino en el “joystick”. La violencia, según este relato, no es para nada compleja, sino un asunto de entretenimiento mal elegido. Por ello, la solución es simple: encarecer el ocio, para mejorar la moral.

El problema de origen no es solo la medida implementada, sino su lógica, pues se presenta como una política sanitaria y de salud mental, pero carece por completo de un respaldo empírico. Si la meta fuera realmente reducir la violencia, entonces el impuesto debería de cumplir con los requisitos mínimos de causalidad: si subir el precio reduce las agresiones, debería entonces existir una curva dosis/respuesta o “más impuesto, menos violencia”, pero los hechos son contundentes al no existir plausibilidad biológica, evidencia experimental, ni poblacional. Los estudios no muestran que los videojuegos violentos incrementan la conducta criminal e incluso los países con mayor consumo de videojuegos, son, paradójicamente, de los menos agresivos.

Por lo tanto, no existe evidencia, pero sí un relato político rentable y cuando no hay resultados reales que mostrar, comienza la fabricación de la causalidad simbólica. Las medidas ahora no buscan transformar la realidad, sino administrar el miedo. La lógica es impecable: si el Estado no puede erradicar la violencia, al menos puede vender la ilusión de que la combate.

Podemos llevar estos razonamientos a extremos y el absurdo se vuelve evidente. Si un 8% de impuesto reduce un poco la violencia, entonces un 16% debería reducirla al doble y si se prohibieran los videojuegos, entonces la violencia desaparecería por completo. Esa “reducción al absurdo” es la herramienta que expone la incoherencia de las premisas del gobierno y en este caso se demuestra que lo que está disfrazado de una acción preventiva es de fondo una falacia.

De igual manera, lo que termina imponiéndose es el paternalismo libertario y no políticas sanitarias, en donde “no te prohíben nada, pero te harán pagar por tus decisiones”. Si quieres elegir, paga el costo de tu autonomía, siendo esta la versión moderna del control social, donde te permiten ser libre siempre y cuando esa libertad sea fiscalmente útil. Además, se asume que nadie tiene autocontrol y que los ciudadanos necesitamos protección frente a nuestros impulsos y ahí es donde el Estado sustituye la responsabilidad individual por la obediencia económica, en donde el ciudadano “no deja de ser libre” pero su libertad ahora pasa a depender del precio. El impuesto es ahora el filtro moral que distingue al virtuoso del irresponsable y quien puede pagar elige y quien no, deberá aprender a portarse bien.

Lo más irónico es que los verdaderos generadores de violencia permanecen intactos: desigualdad, impunidad, exclusión, frustración social. Pero es más fácil encarecer “Grand Theft Auto” o “Mortal Kombat” que invertir en educación, salud mental o justicia. Por eso estas políticas no buscan eliminar la violencia, buscan monetizarla.

El discurso oficial, disfrazado de compasión sanitaria, realmente promueve obediencia fiscal con tufo de moral pública y lo absurdo no es solo la falta de evidencia, sino la facilidad con la que se convierte una sospecha en decreto. Se culpa a los videojuegos porque son visibles, porque pueden tasarse y porque le permite al Estado parecer protector sin tocar ninguna fibra sensible.

En el fondo, no se ha legislado contra la violencia, sino que se le puso precio y mientras el ciudadano paga por su ocio, el Estado cobra por ser una autoridad moral.

Por último, un ejercicio estimado lector. Premisa mayor: Alguien que usa falacias es falaz (ese que engaña mediante argumentos falsos, incurre en falsedad). Premisa menor: Lo falaz es ser estafador (engañar con palabras equivale a mentir con intención). Premisa fáctica: El gobierno usa falacias (pues confunde correlación con causalidad, aplica políticas placebo y apela a emociones antes que evidencia). Conclusión: el gobierno es un estafador.

Lo verdaderamente preocupante no es la lógica, sino la resignación con que la aceptamos…

Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.

RAA

 

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