El PAN se hundió en tres sexenios por varias razones. La principal: con el tiempo dejó de ser el partido que prometía cambios radicales en el país para convertirse en un imitador de segunda. Es cuestión de revisar la historia desde que Vicente Fox logró la proeza de sacar al PRI de Los Pinos.

El héroe que prometió acabar con la corrupción, el presidente que llegó como una verdadera esperanza de transformación, no pudo cumplir. Por muchas razones: su partido no contaba con mayoría en el Congreso para realizar cambios significativos y tuvo que negociar con el PRI. Aunque se rodeó de personas muy capaces, como Francisco Gil en Hacienda o Julio Frenk en la Secretaría de Salud, no planteó la gran reforma de Estado que México necesitaba. También le tembló la mano al intentar poner orden en un país acostumbrado a los grupos de poder. El ejemplo más patético fue el acomodo con la maestra Elba Esther Gordillo, símbolo de la corrupción institucionalizada de los líderes sindicales.

Felipe Calderón fue un poco más de lo mismo, pero sin el olfato del propio Vicente. Su triunfo apretado lo llevó a tomar un garrote para enfrentar al crimen organizado. A tontas y a locas decidió colocar al frente a Genaro García Luna, quien no pudo con el paquete y se envenenó con dinero proveniente de contratos y negocios desde el poder. Más que asociarse con cárteles, como se le acusó, su problema fue la riqueza súbita derivada de sus emprendimientos vinculados a la seguridad pública. Felipe Calderón no lo vio ni lo escuchó. Para entonces el PAN ya estaba debilitado por la falta de resultados de sus dos primeros presidentes.

En Guanajuato las cosas fueron peores. Después de un gobierno decente de Juan Carlos Romero Hicks —quien ni siquiera era panista cuando lo nombraron candidato— comenzó un juego de imitación. Al estilo del PRI, el PAN impuso a sus candidatos de turno y dio inicio al patrimonialismo: el uso de los recursos públicos como propiedad de los gobernantes. El extremo se dio con Diego Sinhue Rodríguez, quien usaba la chequera del gobierno para dar apoyos a empresas según su dedito (Grupo Pachuca o Concamin), o para entregar bienes públicos por miles de millones —como la carretera Guanajuato–Silao— a cambio de nadie sabe qué.

Los acarreos, el asistencialismo y el uso de fondos públicos para precampañas políticas fueron la segunda parte de la obra antes titulada Imitación de partidos. La tercera la vivimos en tiempo real: el panismo, con miedo a una derrota en la elección de 2024, comenzó a utilizar los métodos de Morena, los mismos que le dieron el carro completo en otros estados. Las tarjetas cargadas de beneficios se entregaron porque los estudios electorales indicaban que podrían definir la elección, no por humanismo. Libia García ganó con 10 puntos, un resultado apretado para el estado más panista del país. Incluso el popular exgobernador Miguel Márquez perdía ante su contrincante, Ricardo Sheffield.

Olvidados de sus principios democráticos, los gobiernos del PAN acarrearon, impusieron candidatos, aprovecharon el erario para sus precampañas y patrimonios personales; se comprometieron con empresarios que donaron mucho dinero y, al final, iniciaron programas a favor de sectores de la población con fines electorales, algo que siempre habían reprobado.

El PAN dejó de ser lo que alguna vez fue, o lo que quiso ser, e imitó lo peor de sus contrapartes.

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