En México, no pueden faltar los héroes convertidos en santones laicos, reverenciados en los altares de la opatria como los santitos en los altares de la religión. La globalización pareció diluir a los nacionalismos, pero los pueblos siguen encontrando en los símbolos la fuente de su identidad. Para eso existen las celebraciones: para influir en el inconsciente colectivo con el incienso de la liturgia, la estatuaria y los espacios sacros de la patria. Rousseau lo resumió con lucidez: “El mejor medio para ejercer el poder sobre los hombres es mediante su pasado y sus símbolos”.

El desfile del 16 de septiembre no es solo un despliegue de tropas, banderas o coreografías cívicas; es, en esencia, un rito. En él se condensa la necesidad de sacralizar el poder político, como autoridad investida de una dimensión casi sobrenatural. La multitud observa y, en esa observación, participa de una ceremonia que la trasciende: la marcha y el orden, la música marcial, la sincronía de los cuerpos se convierten en una liturgia secular, donde la Mandataria oficia su propio ritual de legitimidad. En el balcón central de Palacio Nacional, Claudia encarna la  figura del sumo sacerdote que revive el sacrificio de los héroes que “dieron patria y libertad”.

La política, consciente de la fragilidad de su dominio, recurre a símbolos que la elevan a la esfera de lo incuestionable. El desfile cumple esa función: toma el poder terrenal y lo envuelve en una estética de grandeza, solemnidad y continuidad histórica. Con Sheinbaum al frente, la ceremonia cobra un matiz adicional: la primera presidenta de México aparece no solo como mandataria, sino como garante de esa continuidad simbólica que convierte el poder en destino.

El ciudadano que presencia el desfile no es un mero espectador, sino un fiel que participa de la comunión política. El paso marcial de los batallones, la precisión geométrica de los movimientos y la reiteración de símbolos patrios tienen la fuerza de un mantra colectivo: “pertenecemos a algo más grande que nosotros mismos”. Así, el poder se renueva no solo por la fuerza de las armas o la retórica, sino por la emoción estética compartida, que lo reviste de legitimidad moral y trascendencia histórica.

Pero más allá de la solemnidad del ritual y de las coreografías de la Plaza de la Constitución, la Presidenta tiene que enfrentar una realidad brutal: la violencia que desgarra regiones enteras, los desafíos de una economía en busca de crecimiento y la exigencia de transparentar eventos engendrados desde la administración pasada, que se interponen como pruebas que ningún desfile puede disolver. La liturgia otorga un respiro simbólico y fortalece la narrativa del poder, pero no sustituye la eficacia del gobierno. Así, el 16 de septiembre revela la paradoja de la política mexicana: el poder necesita sacralizarse para sostenerse, pero solo se mantendrá si logra transformar los ritos en realidades tangibles para la ciudadanía.

Así las cosas, el Grito de Independencia pronunciado la noche del 15 de septiembre desde el balcón de Palacio Nacional, fue seguido por millones a través de la televisión. Las arengas presidenciales resonaron con el eco dramático de la Catedral y el propio Palacio, testigos donde se marmolizó la historia de México. En el desfile, el Gobierno de la República se esmeró en celebrar con la solemnidad que la patria exige. El repicar de campanas, el sonido del tambor y las trompetas, la gallardía de los militares y la ornamentación luminosa constituyeron el marco ideal de la liturgia nacional. 

En la vida pública, como en la religión, los símbolos importan porque conectan, representan y legitiman. El poder se ejerce con la liturgia que exige, y la liturgia necesita símbolos que, a su vez, se sostienen en un gran relato. La presidenta lo sabe: su narrativa de combate a la corrupción, de prioridad a los pobres y de purificación del régimen constituye ese relato que da sentido al ritual y le otorga fuerza política.

La dominación política implica definir e interpretar la historia. Jung lo dijo con precisión: “El hombre es un animal de símbolos”. En esa condición reside, todavía hoy, la eficacia política del desfile.

 

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