La grandeza de una ciudad no está en sus gobiernos ni en sus monumentos, sino en la forma en que sus habitantes la mantienen viva. Cuando viajo he aprendido que incluso el pueblo más pequeño se vuelve inolvidable cuando quienes lo habitan se sienten orgullosos de su tierra. Basta una piedra ancestral donde se molía el maíz, un torreón y un par de leyendas bien contadas para atrapar al visitante. No son las campañas millonarias ni los espectaculares políticos los que dejan huella: la diferencia está en lo esencial. Calles limpias. Jardines cuidados. Balcones de geranios. Sonrisas sinceras que ofrecen productos de calidad. La hospitalidad genuina es lo que convierte un viaje en experiencia.
Y entonces, inevitablemente, pensé en mi Celaya. Una ciudad que debería desbordar orgullo pues todo tenemos: desde ese manjar que es la cajeta hasta nuestra simbólica “bola de agua”. Somos dueños de los atardeceres más lindos del Bajío. Contamos con edificios históricos de gran valor. Celaya ha sido parte fundamental de la historia libertaria; recordemos que aquí se erigió la primera columna de Independencia. Qué decir de las obras de Tresguerras, y una gastronomía que lo mismo llena un antojo callejero que engalana la mesa más refinada. Todo esto es herencia cultural que nos distingue. Pero esa herencia hoy se esconde bajo montones de basura, grafitis improvisados y jardines descuidados.
El temple de nuestra gente se refleja en su quehacer, en la industria que genera y forja, en el sabor del mercado y en la disciplina de la fábrica. Es nuestro estado el sexto exportador del país y Celaya es parte esencial de esa fuerza. Más ¿de qué sirve tanto si al salir de la planta lo que se encuentra son camellones abandonados, bolsas de plástico en las banquetas, un río de desechos que nadie limpia? Una ciudad que exporta al mundo no puede exportar basura a sus propias calles. Gobernar no es poner anuncios ni andar en limpias humosas: es garantizar orden, cuidado y limpieza. Y hoy, hay que decirlo claro, la gobernanza nos queda a deber.
Pero también hay ciudadanos que olvidan su deber. Porque la basura no se tira sola, los jardines no se secan por arte de magia, las calles no se quiebran de la nada. La ciudad será tan digna como sus habitantes decidan que sea. Guardar un papel para el cesto en lugar de tirarlo en la calle no es poca cosa, es corregir la pereza que nos roba orgullo. Una ciudad limpia atrae turistas, enamora inversionistas y retiene al talento joven. Una ciudad sucia, en cambio, repele todo eso.
Cuando alguien recorre una ciudad no recuerda las promesas de campaña, recuerda si pudo caminar sin tropezar con bolsas de plástico, si un comerciante lo recibió con amabilidad, si un dulce lo devolvió a la infancia. Son esos detalles los que engrandecen a una ciudad. Por eso, mantener nuestras calles en orden envía un mensaje claro, contundente, exigente: aquí vive gente que ama su tierra; aquí vale la pena invertir; aquí la calidad es una forma de vida. No esperemos a que otros resuelvan lo que está en nuestras manos. Proteger a Celaya es cuidar nuestra reputación, fortalecer nuestra economía y asegurar un presente que mira al futuro.
Porque mantener limpia a Celaya no es un simple hábito: debe ser un acto de dignidad. Y la dignidad, bien lo sabemos, es la base de toda grandeza.
Entonces, ¿nos aplicamos o aceptamos vivir en un basurero? Reflexionar desde el amor, hacer para que sea y entonces que pase.
