El futuro no suele anunciarse con estridencia. Acostumbra deslizarse en silencio, lento y constante, hasta que un día nos damos cuenta de que aquello que parecía lejano, ya nos rodea. Tal es el caso del envejecimiento de la población mexicana: ese proceso que no aparece intempestivamente como una epidemia o catástrofe natural, pero se manifiesta con la misma e implacable certeza. México se está haciendo viejo y lo hace a mayor velocidad de lo que su sistema de salud, instituciones y sociedad parecen dispuestos a aceptar.

Nuestra nación ha pasado de ser mayoritariamente joven a una que comienza a tener cabellos de plata. Hoy en día, más de doce millones de personas superan los 60 años y dentro de 25 años uno de cada cuatro mexicanos pertenecerá a este grupo. Esto podría celebrarse como un triunfo de la medicina y el desarrollo social, pero desafortunadamente en nuestro contexto de país, dicha circunstancia podría perfilarse como una carga no prevista o ese “otoño demográfico” para el que no tenemos planes ni brújula calibrada. Mientras otros países han dedicado esfuerzos para construir redes de cuidados, México enfrenta este reto a gran velocidad, con menos recursos y con un sistema de salud que apenas sobrevive a sus propias deficiencias.

No son solamente las enfermedades crónicas que aumentan con la edad (diabetes mellitus, hipertensión, cáncer) sino la dependencia funcional. La vejez, cuando avanza sin apoyos, se transforma en una etapa de pérdida progresiva, pues ahora se requiere compañía para caminar, ayuda para alimentarse o incluso se necesita a otra persona para recordar quién es uno. Las demencias, el Parkinson y otras enfermedades neurodegenerativas, se estima habrán de triplicarse en las próximas décadas, sin embargo, lo más duro no son estos datos estadísticos, sino esa carga invisible que se coloca sobre las familias que ahora están obligadas a reorganizar sus vidas en torno al cuidado de un mayor, sin ningún tipo de apoyo ni infraestructura que los ayude a sostenerse.

A los aproximadamente 1,500 geriatras que hay en México, hoy les tocan 15 millones de adultos mayores, un dato no menos que absurdo. En la mayoría de hospitales esta especialidad es más bien algo raro, los cuidados paliativos son un lujo y la rehabilitación es un término que ni siquiera existe y las políticas públicas gubernamentales parecen reducirlo todo a una pensión mensual, útil sí como paliativo económico, pero tan insuficiente como pretender apagar un incendio con un vaso de agua. Ahora bien, lo más inquietante es que el tema no se discute siquiera, pues no aparece en campañas políticas, no lidera titulares y no moviliza personas, y así, el deterioro ocurre casi en secreto y todos preferimos mirar hacia otro lado.

La crisis, sin embargo, ya nos alcanzó y se nota en los pasillos de los hospitales públicos, donde cada vez más camas están ocupadas por adultos mayores que reingresan una y otra vez por descompensaciones, se aprecia en los hogares donde los hijos o esposa abandonan sus trabajos para cuidar a un anciano enfermo y dependiente o en los médicos de primer contacto que, sin formación específica en adulto mayor, intentan controlar lo que no es curable sino acompañable, es decir, estamos frente a una presión que “aún no estalla”, pero que ya está rompiendo silenciosamente las costuras del sistema.

Cuando el colapso llegue ahora sí enteramente (hospitales rebasados, familias agotadas, incluso jóvenes resentidos por sostener un sistema inviable) no habrá ese día exacto que podamos señalar como el inicio, pero será esa consecuencia de años de indiferencia. La paradoja, como ocurre en otros temas de salud pública, es que estamos frente a un riesgo previsible, sin embargo, invisibilizado. Sabemos lo que viene, sabemos lo que hay que hacer (formar más especialistas, crear infraestructura para cuidados, invertir en prevención del deterioro funcional) pero aun así el país parece resignado a esperar a que el problema se vuelva intratable.

La crisis geriátrica será muy cruel, porque no desatará “miedo colectivo” ni conferencias de prensa urgentes. Será una crisis de puertas adentro de cada hogar, en silencio, descubriendo que el otoño del sistema de salud llegó para quedarse y lo peor es que, llegado el momento, muy probablemente a nadie le seguirá importando.

Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.

 

RAA

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *