Quien se aventura en el tráfico capitalino descubre que la Ciudad de México está a dos horas… ¡de la Ciudad de México! Sólo los fugitivos pretenden ir a toda velocidad. Aceleras cuando alguien te dispara, como ocurre en la escena inicial de Amores perros, que desemboca en un accidente aparatoso: avanzar era una vana ilusión.
La película se estrenó en el canónico año 2000, poco antes de que Fox ganara las elecciones. En el “momento del cambio”, la economía informal representaba el 64.3 por ciento de la fuerza de trabajo (en forma lógica, las transacciones de la cinta se hacen en efectivo) y el país era un paraíso de multimillonarios (el 10 por ciento más acaudalado ganaba 30 veces más que el 50 por ciento más pobre). En Amores perros, ese mundo roto, desigual, busca escape en la religiosidad, el dinero rápido del crimen, las pasiones destructivas.
La película estalló en las pantallas con la fuerza del choque donde se intersectan sus tres historias. El novelista Guillermo Arriaga creó una poderosa trama de hermanos en disputa, padres ausentes y perros que acompañan en el bien y el mal. Por su parte, el fotógrafo Rodrigo Prieto transformó el hiriente sol de la Ciudad de México en un clima único, de asfixiante veracidad.
Formado en el cuarto de máquinas de la radio y la publicidad, González Iñárritu sabía cómo manejar las cámaras y los sonidos, pero carecía de experiencia con actores. Tomó clases con el director polaco Ludwik Margules, que le dio un consejo minimalista sin quitarse la pipa de los labios: “Hay tres posibilidades para un actor: sentado, parado o acostado”. Ubicar a los cuerpos en el espacio decide lo que pasará después.
No hay arte sin desperdicio. Para llegar a la versión final de 2 horas y 34 minutos, González Iñárritu filmó 280 horas, equivalentes a 300 kilómetros de película, la distancia entre México y Orizaba.
Ese material fue custodiado por la UNAM. El director acaba de regresar a su película, no con afán nostálgico, sino en pos de la materia viva que no se había utilizado. El resultado fue la instalación Sueño perro, que el 5 de octubre se inaugura en la galería Lago Algo.
González Iñárritu hizo a un lado la trama para realzar la gramática visual, reforzada por los sugerentes sonidos urbanos que diseñó Martín Hernández. La instalación pone de relieve una obsesión del director: ¿Es posible acceder al más íntimo de los sentidos a través del oído y la vista? En otras palabras: ¿A qué huele una película?
González Iñárritu no quiso retratar un México de tarjeta postal. En Amores perros no hay monumentos reconocibles ni sitios emblemáticos. La ciudad se conoce por sus espacios ocultos: traspatios, azoteas, pasillos húmedos, cuartos sofocantes. Una urbe sensorial, íntima.
La locación principal fue encontrada gracias a una de nuestras conflictivas costumbres. El director hablaba por teléfono afuera del sitio donde quería escenificar las peleas de perros cuando fue asaltado. Como tantos chilangos, tuvo que colgar diciendo: “Te hablo luego porque me están robando”. Después de entregar lo que tenía, se enteró de que los ladrones eran dueños del sitio donde deseaba filmar y les propuso que trabajaran de extras. Esa inmersión en la realidad le reveló que el mejor acuerdo se sella con adversarios.
Durante el rodaje, el director veía las paredes descarapeladas y se preguntaba si podría transmitir ese desgaste de un modo casi olfativo. El dramaturgo y director argentino Mauricio Kartun piensa de modo parecido: “Los artistas no trabajamos con el plato del día. Trabajamos sobre el olor que sale por el extractor de la cocina. Lo que le llega al artista es lo que está flotando”.
Eso fue lo que buscó González Iñárritu en la película y lo que explora en su reciente instalación. Quien capta la incierta atmósfera de una época transforma ese momento en algo definitivo.
En su novela Oryx y Crake, Margaret Atwood explica que los sapos hacen ruidos para aparearse. Los más estruendosos consiguen las mejores parejas. ¿Qué hacen los sapos ingeniosos? Uno de ellos descubrió que, si croaba sobre una tubería, el sonido se expandía con fuerza inusual. Es el truco del arte.
A 25 años de su opera prima, González Iñárritu sigue buscando un singular trasvase de los sentidos, lograr que las imágenes y los sonidos se respiren y transmitan la inasible sustancia del tiempo.
