En esto del vuelo no hay nada escrito, porque cada uno lo hace a su manera. Hay quien lo hace soñando, o durante el día, tienen la sensación de elevarse del suelo y dejar de ser simples seres terrestres y mortales.

Cuando en mi niñez atravesaba por la etapa del pensamiento mágico, se confundieron en mi mente sueño y realidad como si fueran una misma cosa, y al toparme con la verdad cruda, sufrí una terrible decepción de la que nunca me recuperé del todo. Sin embargo, en el fondo nunca lo acepté y permaneció en mí la sensación de atravesar el espacio con mis brazos (alas), la frescura de las nubes deslizándose por mi cabello como una caricia, asimilé como una de mis habilidades mi pericia para hacer piruetas en lo alto, desafiando la gravedad como un cometa solitario, mis aterrizajes en la alameda al cobijo de las horas soporíferas de la siesta.

Y ya podrán darme mil explicaciones que yo haré oídos sordos. Para mí fue real y me niego a aceptar explicaciones.

Ahora bien, si esto fue así, ¿en dónde se encuentran mis alas? Después de mucho pensar, he llegado a la conclusión de que las porto en mi espalda de manera invisible, que son tan dúctiles que no me estorban para dormir, bañarme ni vestirme, son de una consistencia etérea como el aire que me insufla vida y que, sin verlo, resulta vital para mi existencia.

Así entonces, la luz del sol las atraviesa y hay momentos en los que se extienden sin ser vistas y a mí me da la sensación de que estoy volando. Sí, de acuerdo, mi cuerpo permanece pegado al suelo, pero mi espíritu se eleva como en esos años lejanos, y miro la tierra desde otro plano, mi corazón late más apresurado, y mis pulmones se llenan a tope con las ráfagas de oxígeno que purifica y limpia mi interior, idénticamente, como lo hace con el mundo cuando lo recorre de punta a punta de manera anónima, sin cumplidos ni alardes.

El otro día, les pregunté a ellas que me miraban atentas, si alguna vez habían volado. Las cuestioné sobre qué era mejor, si mantener los pies en la tierra o volar como las gaviotas. Nos enfrascamos en una charla extraña, y para mi sorpresa, todas dijeron sentir en algunas ocasiones, al vencer ciertos desafíos o lograr metas largamente ansiadas, cómo planeaban, viendo a lo lejos su frustración con todas sus limitantes, desaparecer igual que las hormigas a la distancia, empequeñeciendo desde las alturas.

Me sentí identificada, mis teorías se afianzaron unidas al grupo. Supe que lo mismo había sucedido con ellas, sus ojos me lo decían con el brillo especial que da el saberse comprendidas. Así que nos despedimos y cruzamos la puerta caminando, aunque en realidad llevando las alas extendidas, todas sabíamos que íbamos volando.

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