El futuro es uno de los recursos principales de la política. A ello dedicó recientemente un libro el politólogo Jonathan White, profesor de la London School of Economics. Vivimos en una especie de claustrofobia temporal que nos impide ver después del día de mañana. Toda controversia se pinta como la batalla final, la última oportunidad para salvar a la patria, al planeta, la democracia, la libertad. Es necesario encontrar la perspectiva que ofrece el futuro. No es solamente el pasado lo que le da sentido al presente. Si así fuera estaríamos condenados a acatar las imposiciones de ayer.
El tiempo es un elemento fundamental para evaluar el arranque del gobierno de Claudia Sheinbaum. Al hacer un apunte sobre el primer año del gobierno de Sheinbaum hay que empezar por ahí: necesitamos situar la actuación de la presidenta en el marco de uno de los periodos de responsabilidad presidencial más largos en el mundo. Pocos ejecutivos tienen un horizonte de mando tan extenso como el mexicano. La plataforma sexenal le ofrece a la presidencia un campo anchuroso para trazar el itinerario de su mando. El arranque del sexenio no sella el destino del sexenio.
Estamos por cumplir el primer año del gobierno de Claudia Sheinbaum. Veo en estos doce meses un par de señales hacia el futuro. La primera señal es el suave deslinde del fundador. Es cierto que la presidenta sigue atrapada en el universo verbal de López Obrador y que vive en el edificio que construyó para sí mismo. La reverencia al fundador es hoy más intensa y menos convincente que nunca. No hay día que no prometa a los cuatro vientos que continuará todo lo que se inició hace siete años. Y, al mismo tiempo, en los hechos, discretamente, la presidenta toma distancia. Si no ha habido ruptura, sí ha habido separación en asuntos relevantes. La estrategia de seguridad es el ámbito donde esa separación es más evidente, pero desde luego, no es la única. Aunque no se haya declarado formalmente su fin, la política de los abrazos es cosa del pasado. Lo que es innegable es que ahí, donde veíamos impulsividad, ahora vemos cálculo. Sheinbaum no es, como ha demostrado frente a Trump, una política de arrebatos sino de diciplina estratégica.
A un año de su toma de protesta, Sheimbaum ha consolidado autoridad como una presidenta popular y reconocida el mundo. Al mismo tiempo, los rivales que le importan, es decir, los que militan en su propio partido, han visto disminuida su fuerza. Hace doce meses los líderes en las cámaras que le disputaron la candidatura eran políticos con fuerza, presencia pública y, sobre todo, futuro. Hoy el único corcholato vivo trabaja eficazmente para su gobierno. El resto son zombis. Sin que la presidenta haya tenido que pagar los costos de un enfrentamiento, los adversarios se han encargado de destrozarse y boicotear sus propias ambiciones. Poco a poco, la presidenta, suelta el apoyo que les ha dado y empieza a regatearles el oxígeno que necesitan para sobrevivir. Y, sin embargo, la presidenta está lejos de haber logrado el liderazgo real de un partido cuyo único cemento es un ex.
Sin manotazos, la presidenta emprende un reajuste modesto. En lo que se percibe la más sólida continuidad es en la construcción del régimen autoritario. La concepción populista es tan firme en ella como en su antecesor. Ambos entienden la polarización como la mecánica esencial de la política, desprecian el consenso, el pluralismo, las mediaciones institucionales y la ley. Sheinbaum ha perseverado en la ruta autoritaria y se ha empeñado en darle al nuevo régimen todas las herramientas para su consolidación. A ella se debe el impulso definitivo para la destrucción del poder judicial como poder autónomo y profesional. Es ella quien ha convocado a una reforma electoral cuyo propósito explícito es hacer valer los poderes de la nueva mayoría. Es ella quien ha propuesto una reforma legal para otorgarle al poder amplios permisos para la arbitrariedad.
Hacia allá camina Sheinbaum. Quedan cinco años por delante. Hoy podemos ver los trazos de una presidencia sobria y disciplinada, quizá eficaz que manda sobre su gobierno al tiempo que Morena, un partido sin cabeza, enfrenta escándalo tras escándalo. La ambición de Sheinbaum es consolidar un autoritarismo competente.
