Hace días, la Plaza de la Constitución de CDMX testificó un acto inédito en la historia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Los ministros del máximo tribunal recibieron el bastón de mando en una ceremonia a cargo de representantes de pueblos indígenas. La simbología, la liturgia y el lenguaje político se entrelazaron para recordarnos que juzgar no es solo administrar justicia, sino también narrar y representar. Los rituales son necesarios para dar solemnidad y pertenencia a la autoridad, como histriones en el teatro del poder. 

“El humo del copal cubría a los presentes, las caracolas retumbaban como si hablaran las montañas, y representantes de comunidades originarias entregaban bastones de mando a los nuevos ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, electos por voto popular. Con la solemnidad que demandan las deidades, el tonante eco multiplicaba las invocaciones a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada”: EL País.

Sin embargo, lo que pudo parecer una puesta en escena folclórica, encierra un mensaje profundo: esta Corte, que se estrena bajo un modelo de legitimidad popular (tema polémico), no solo quiere apoyarse en el sufragio, sino en los símbolos que remiten al México profundo, a las raíces culturales más hondas del pueblo.

En el panteón mesoamericano, Quetzalcóatl no es cualquier deidad. Es el dios civilizador, el que entregó el maíz a los hombres, el que enseñó la escritura, las artes y la organización política. Frente a divinidades asociadas al sacrificio y la guerra, la serpiente emplumada representa el orden, el equilibrio y la justicia cósmica. Su evocación en la ceremonia judicial no fue gratuita: invocarlo es una forma de dotar a la Corte de un aura moral y civilizatoria; y, a la vez, presentarla como heredera de un mandato más antiguo que la propia Constitución. 

La historia mexicana demuestra, sin embargo, que los símbolos nunca son inocentes. El nacionalismo revolucionario del siglo XX se apropió de figuras indígenas, Cuauhtémoc, la Virgen de Guadalupe, los mitos aztecas, para construir la narrativa del Estado posrevolucionario. Hoy, con una Suprema Corte renovada por elecciones, el oficialismo reproduce esa estrategia: recubrir de mística ancestral lo que es, en esencia, una apuesta política contemporánea. 

El ritual con caracolas y bastones de mando busca proyectar cercanía con “el pueblo”, en contraste con la imagen distante, sibarita y elitista de la Corte saliente. Pero todo esto podría ser una paradoja, un gesto de legitimación, más que un compromiso real de la Corte con sus causas históricas. No olvidemos que la justicia federal tiene rezagos enormes, ineficiencias que incluyen corrupción, nepotismo, impunidad, lenguaje judicial inaccesible, sobrecarga de expedientes y opacidad rampante. 

Al final, la política no se sostiene únicamente en leyes ni en votos, sino también en imágenes, rituales, símbolos y liturgia, que otorgan legitimidad, como las religiones. Apelar a Quetzalcóatl significa activar el imaginario colectivo que refuerza la identidad nacional que se debate entre la mercantilización absoluta de la vida, un neoliberalismo descarnado, y nuestra propia identidad cultural… 

Pero los símbolos son de doble filo: pueden dotar de legitimidad trascendente a una institución, pero también pueden diluirse en teatralidad si no van acompañados de hechos concretos. El bastón de mando en manos de los ministros será un signo de justicia solo si la Corte hace valer la Constitución y proteja los derechos humanos; de lo contrario, quedará reducido a un ornamento vacío en la larga tradición mexicana de ceremonias solemnes sin efectos reales.

Así las cosas, la nueva Corte entra en una etapa donde leyes, política y simbología se entrelazan. El riesgo es que el humo del copal termine por opacar la sustancia de lo que importa: la impartición de justicia. México no requiere dioses tutelares ni rituales vistosos para garantizar derechos, sino fallos imparciales, e independencia frente al poder político. 

Invocar a Quetzalcóatl puede leerse como un acto de reconciliación con el pasado, una reivindicación de la identidad profunda de la nación. Pero también puede interpretarse como una jugada populista que busca envolver a la Corte en la liturgia del régimen. La serpiente emplumada, que unía lo terrenal y lo divino, es ahora convocada para unir al Estado con “el pueblo”. 

Porque, al final: “quien convierte a los dioses en ornamento del poder, termina por hacer del poder una farsa”: Nietzsche.

 

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