La falta de abastecimiento de medicamentos en México no es únicamente un problema administrativo o una suma de errores o incumplimientos en procesos de licitación. Es, de fondo, un reflejo de lo que se describió por Hannah Arendt en su concepto de “la banalidad del mal”, es decir, esa capacidad de los sistemas burocráticos para generar dolor y sufrimiento humano, mientras sus integrantes se escudan en el “cumplimiento estricto de los procedimientos”. Lo terrible entonces no es únicamente que falten medicinas, sino la forma en que la respuesta institucional se reduce a trámites, sanciones o comunicados, mientras los pacientes siguen padeciendo, invisibilizados, los efectos de esta indiferencia organizada.

Cuando el Estado justifica el desabasto señalando el incumplimiento de proveedores, anunciando que se les sancionará o inhabilitará, reproduce exactamente esa lógica perversa. Todo parece estar bajo control administrativo, pero realmente estamos frente a un ritual vacío que solamente cubre las apariencias. En efecto, la legalidad se cumple en el papel, pero la legitimidad moral se va al despeñadero, ya que ninguna actividad repara el daño ya hecho, como son los tratamientos incumplidos o a destiempo y las vidas que se deterioran o pierden día con día.

Arendt explicaba que el mal o la maldad no se manifiesta siempre con gestos brutales o sanguinarios, sino que puede volverse banal cuando es normalizado, cuando quienes participan en estos actos lo consideran un asunto rutinario, incluso parte de su trabajo. Justo es lo que ocurre con el desabasto: funcionarios que pregonan que “ya se aplicaron sanciones” como si con ello se resolviera el drama humano, mientras las empresas apelan o litigan como si esto fuera una simple discrepancia contractual, los medios reportan la noticia como un escollo más de la maquinaria estatal y en medio de todo, los pacientes, ahora estadísticas, están borrados de la ecuación. 

A la banalidad se suma la “irresponsabilidad organizada”, en donde todos dicen cumplir su parte, pero nadie asume la responsabilidad final del sufrimiento generado. Los castigos funcionan como fuentes de absolución colectiva, pues al mostrar dureza contra las empresas en falta, ahora se transmite la sensación que el gobierno está actuando, pero esta dureza no es más que un espejismo puesto que los anaqueles siguen vacíos y no se devuelve la continuidad a los tratamientos interrumpidos. El castigo, bajo este contexto, es solamente maquillaje que cubre las fallas estructurales y la incapacidad de garantizar el derecho a la salud.

La banalidad del mal se instala y enquista al dejar de ver a las personas: cuando un niño con leucemia que se queda sin quimioterapia porque la compañía farmacéutica incumplió y la respuesta oficial es que “ya se sancionó”, se consuma la perversión, pues la vida humana ha sido reducida a un dato burocrático. Cuando un trasplantado pierde su injerto por no recibir inmunosupresores a tiempo y el estado responde con un comunicado acerca de las medidas legales emprendidas, lo que se evidencia es la indiferencia institucional transformada en rutina.

Lo peor es que esta dinámica destruye la sensibilidad de la sociedad. El mal se vuelve banal porque ahora es común, porque ya no nos escandaliza. El desabasto deja de impactar para convertirse en una noticia rancia y recurrente o en un problema “que se está atendiendo”. La sensación de urgencia desaparece y los pacientes entran a la tragedia de ser olvidados bajo montones de sanciones y resoluciones legales completamente estériles que no los curan, no los alivian, no los salvan.

El mal más devastador surge de la indiferencia, de ese automatismo de quienes “cumplen órdenes” sin reflexionar en las consecuencias humanas. En el caso del desabasto, no se necesita de un villano consciente, basta con la frialdad de una burocracia que se escuda en trámites, con la complacencia de funcionarios que creen que castigar al proveedor es suficiente, inmersos en esa rutina del sistema que deja morir a quienes debería proteger.

Esa es la verdadera banalidad del mal en el desabasto: la conversión del dolor humano en un mero trámite administrativo y la sustitución de la obligación ética de cuidar a las personas, por la comodidad de decir “cumplimos con la sanción”. Mientras, la maquinaria sigue girando y los pacientes siguen pagando, en silencio y con sus vidas, el precio más alto.

Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.

 

RAA

 

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