Si se descubre que el criminal es uno de mis contrarios, no solo exijo justicia, sino un castigo ejemplar; si es, en cambio, uno de mis amigos, encontraré mil formas no solo de exculparlo, sino de blanquearlo. Exijo que se expulse a Rusia de todas las competiciones deportivas o culturales internacionales, pero en cambio disculpo la presencia de Israel; o a la inversa: marcho y me indigno por los crímenes israelíes, no por los rusos. Señalo el genocidio en Gaza, nunca los atentados terroristas de Hamás; o al revés. Al corrupto en el bando contrario lo lapido; al mío, lo protejo para no darles argumentos a mis rivales. Si los otros militarizan, violan derechos humanos o se pliegan a los designios de Estados Unidos, los condeno; si lo hacemos nosotros, soy capaz de justificarlo de mil maneras. Para nosotros, espíritu de cuerpo y complicidad; para ustedes: insultos, amenazas, airadas diatribas moralizantes.
Si algo caracteriza a nuestra época es esta incoherencia: frente a una situación idéntica, tomo posiciones radicalmente contrarias dependiendo de si la responsabilidad recae en mi bando o en el tuyo. Aún más que la mentira, esta perniciosa variedad de la indecencia se ha convertido en algo tan natural que ya ni siquiera sonroja a quien la practica de forma cotidiana: un día me rasgo las vestiduras porque uno de mis adversarios ha hecho esto, y a la mañana siguiente, con la misma actitud desafiante, defiendo y saludo a mi compadre que se ha comportado exactamente igual.
Vivimos -lo he escrito antes- en medio del regreso a una era teológica: en vez de plegarnos con docilidad a los disparates de la religión, creemos a ciegas en nuestras sólidas y rotundas verdades, enfrentadas en todo a las verdades de los otros, sin permitirnos el menor atisbo de duda, como si fuéramos los únicos que podemos tener la razón. La presencia de caudillos tan atrabiliarios como desprovistos de escrúpulos -Trump como modelo global- no hace sino acentuar esta desesperada búsqueda de certezas absolutas: como lo único que importa es la propia causa, cualquier arma se vuelve válida: la exageración, el engaño y, por supuesto, la incoherencia.
Si es Felipe Calderón quien durante todo su mandato tuvo como brazo derecho a un hampón de la talla de Genaro García Luna, solo se puede concluir que no podía desconocer sus vínculos criminales con el narco; y, si en verdad no sabía o no sospechaba de él -o no quería hacerlo-, casi peor: su irresponsabilidad es mayúscula y debería pagar por ello. En cambio, si es Adán Augusto López Hernández quien tuvo una larga amistad, y luego contrató como jefe de seguridad a un mafioso como Hernán Bermúdez, uno le cree que nada sabía, y por supuesto no tiene ni que ser llamado a declarar y mucho menos renunciar a su escaño en el Senado. (En el otro bando, opera la misma lógica, solo que a la inversa).
No nos hallamos frente a un incidente aislado o un problema menor para Morena y para la presidenta Sheinbaum, sino ante lo que no puede ser sino el caso más crucial de su sexenio: Bermúdez no es un funcionario corrupto o cooptado por el narco cualquiera, sino un operador fundamental del grupo político de Tabasco al que pertenecen López Hernández, el general Audomaro Martínez Zapata, el diputado Jaime Humberto Lastra y muchos otros, hasta llegar ni más ni menos que a Andrés Manuel López Obrador. Una grieta por la que la 4T, en lo que sus miembros suelen llamar su “segundo piso”, puede implosionar, de una manera u otra: a la acertada exhibición, captura y repatriación de Bermúdez no puede seguirle el ocultamiento de sus lazos con quienes lo prohijaron, protegieron y llevaron al poder.
La cuestión es que, si la Presidenta apuesta por demostrar que sí “son diferentes” y alienta la caída de Adán Augusto y que las investigaciones conduzcan hacia el resto del grupo Tabasco, su estatura sin duda se magnificaría, pero el edificio montado en torno a la honestidad lopezobradorista se vendría abajo, con consecuencias políticas impredecibles. Pero lo contrario será, de seguro, peor: continuar amparando a López Hernández y su grupo se convertirá en la mayor muestra de incoherencia para una Presidenta que día a día intenta construir su imagen a partir de ella.
