En Guanajuato, a algunos diputados del PAN les asusta el sexo y el desnudo femenino. Con argumentos endebles y revestidos de moralinas de pacotilla, decidieron censurar dos pinturas de la artista Natalia Barajas: La Diosa de la Fertilidad y La Diosa Maya. Ambas formaban parte de la exposición Reflejos del Éxito, inaugurada el 19 de agosto en la sede del Congreso junto a otras propuestas universitarias. La reacción fue inmediata: algunos legisladores exigieron que se retiraran aquellas piezas que mostraban torsos femeninos desnudos, como si el arte fuese una amenaza y no un legado cultural.
La autora defendió su obra: “El cuerpo humano debe verse sin morbo y de forma natural. Para ella, aquellas diosas representaban el triunfo de la mujer, la exaltación de la vida y la fertilidad. Sin embargo, los guardianes de una moral mojigata optaron por la censura, demostrando que su neurosis de culpabilidad sexual, alimentada por siglos de dogmas religiosos, los empuja a ver pecado donde hay belleza.
El rechazo al desnudo femenino es, en el fondo, una confesión. Una confesión de conciencias atormentadas que cargan con la idea de que el cuerpo humano es impuro, que lo carnal es vicio y lo sensual, un pecado: “No es por gusto, por vicio ni por fornicio, es para darle a Dios un hijo a su servicio”, rezaba un viejo proverbio que retrata con crudeza el oscurantismo sexual que algunas almas atormentadas profesan.
La contradicción resulta grotesca. Muchos de esos diputados censores se presentan como hombres de mundo, elocuentes en el discurso, progresistas de fachada. Pero, en realidad, son medrosos de espíritu, incapaces de aceptar que el arte ha representado desnudos como exaltación de la belleza femenina desde los albores de la humanidad. ¿Acaso desconocen las Venus paleolíticas? Seguramente, nunca han visitado el Museo de Antropología e Historia o contemplado obras universales como El nacimiento de Venus, La maja desnuda, Olympia o El beso de Rodin, entre otras. ¿Cerrarían los ojos, se persignarían o simplemente huirían despavoridos del museo?
¡Se asustarían!
El desnudo en el arte ha sido una constante en la búsqueda estética, no solo retrata lo visible, también plasma lo invisible: deseos, pulsiones, belleza, poder, fragilidad. Prohibir el desnudo es negar la belleza, amputar la herencia cultural de la humanidad. Y sin embargo, Guanajuato, tierra de Cervantino, se da el lujo de reprimir lo que en cualquier parte del mundo se exhibe con orgullo.
Frente a la mojigatería de algunos diputados, vale recordar un episodio luminoso: Spencer Tunick y su convocatoria de en 2007 en el Zócalo de CDMX. Dieciocho mil personas, en su mayoría jóvenes, respondieron para posar desnudos, frene a los simbólicos edificios del poder en México: Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana.
Fue una epifanía colectiva. Un mar de cuerpos tendidos, libres de prejuicios, celebraban la libertad de conciencia que les permitía la desnudez, una libertad nunca antes sentida. Felices coreaban: “Norberto Rivera, el pueblo se encuera”. Celebraban la alegría de vivir frente al miedo a transgredir lo sagrado, exaltaban el cambio frente al orden inmutable, la razón frente al dogma y, de paso, mandaban al infierno al Cardenal.
La censura en Guanajuato revela, además, un problema de fondo: la confusión entre moral y derecho. La moral son costumbres. Y las costumbres son cambiantes, hijas de su tiempo. La religión se arroga el poder de dictar la moral y administrar las conciencias, pero el derecho, como lo advirtió Hans Kelsen, debe ser independiente de cualquier sistema moral. “La validez de un orden jurídico positivo es independiente de su correspondencia con cierto sistema moral”.
¿Entonces, bajo qué moral deciden algunos legisladores? ¿Acaso, la de Jorge Espadas, su líder? ¿Se trata de legalizar la moral y moralizar el derecho? Lo cierto es que su decisión es ajena a la protección de menores y a los “lineamientos institucionales”. Es, simplemente, una cruzada personal contra la libertad artística, la libertad de conciencia y contra la mujer como referencia de belleza.
Los diputados que hoy se asustan ante el torso desnudo de una diosa maya, no sólo renuncian al arte, renuncian a la cultura, a la belleza y, en última instancia, están coartando la libertad de conciencia de un pueblo que merece vivir sin miedos, represiones ni hipocresías.
