El Crimen del Padre Amaro es el título de la novela escrita en 1875 por el portugués Eça de Queirós, llevada al cine en México en 2002 con gran éxito, pese a la oposición de la jerarquía eclesiástica. La trama escenifica a un sacerdote joven que, en vez de encarnar el ideal espiritual, cede a la ambición de ascenso dentro de la jerarquía. El “pecado” del padre Amaro no fue enamorarse de una jovencita, sino la búsqueda fría y calculada de poder y ascenso, en el nombre de Dios.
Por contraste, el cura Miguel Hidalgo, llamado el Padre de la Patria, arrastraba consigo otras culpas. Se le ha tachado de mujeriego, de masón, de libertino y hasta de jugador. Pero en el fondo, el verdadero pecado de Hidalgo no fue su vida disipada, sino la osadía de soñar con una nación libre y con un pueblo emancipado de la esclavitud y de la opresión colonial. Fue el alto clero quien lo excomulgó, pero no por sus mujeres, hijos o sus tertulias, sino por atreverse a tañer las campanas de la libertad y a desafiar el orden impuesto por el poder económico y político con la bendición de Roma.
En la novela, el Padre Amaro seduce a Amelia, una joven de apenas 16 años, convenciéndola de que el amor entre ambos era voluntad divina. La relación desemboca en un embarazo y en la tragedia de un aborto clandestino, que él mismo impulsa para proteger el ascenso en su carrera. La ambición pesa más que la vida de una jovencita. El crimen de Amaro no es solo personal, sino el espejo de una jerarquía que, durante siglos, encubrió y protegió abusos imperdonables.
Hidalgo, en cambio, se formó en el Seminario, pero su pasión no estaba en el celibato ni en el adoctrinamiento de conciencia. Leía a los enciclopedistas franceses, organizaba tertulias, montaba obras de teatro, jugaba cartas y compartía su vida con varias mujeres. Tuvo hijos y nunca lo ocultó. Sus detractores le reprochan el pecado de carne y libertinaje. Sin embargo, visto con perspectiva histórica, su verdadera falta fue otra: atreverse a liberar conciencias.
En 1810, cuando el Papa Pío VII condenaba en su encíclica Etsi longissimo cualquier intento de independencia en América, Hidalgo se levantaba en armas proclamando el fin de la esclavitud. El cura insurgente se enfrentaba no solo al ejército realista, sino también a la jerarquía eclesiástica que lo denigró, excomulgó, lo mandó al infierno y lo entregó al patíbulo. Su pecado fue la herejía de la libertad.
Ambos personajes, uno literario, otro histórico, vestían sotana, pero cargan con culpas de distinta naturaleza. El Padre Amaro encarna la simulación y la ambición; su crimen no fue amar, sino su ambición desmedida de ascender al poder, sobre el amor y la vida. Hidalgo, por el contrario, representa la transgresión de un espíritu libre; sus pasiones humanas se entrelazan con lalibertad. En él, la “culpa” se transforma en virtud: la búsqueda de emancipación, la abolición de la esclavitud, libertad de conciencia, la igualdad como seres humanos en un México libre y plural.
Mientras Amaro asciende protegido por sus superiores, ocultando sus crímenes, Hidalgo paga con su vida la osadía libertaria. Uno se refugia en el poder; el otro lo desafía. Uno encarna el engaño en el nombre de Dios; el otro, la herejía libertaria en el nombre Guadalupano.
La novela de Eça de Queirós sigue vigente. La vida del Cura Hidalgo, por su parte, sigue incomodando porque recuerda que, aun bajo el peso de la sotana, caben la rebeldía, la pasión, y el deseo de libertad. Si el crimen de Amaro fue someter el amor a la sumisión de la ambición propia de poder, el pecado de Hidalgo fue creer que un pueblo podía dejar de ser súbdito para convertirse en ciudadano.
Hidalgo reta a la jerarquía, ama a las mujeres y exalta el cambio frente a lo inmutable; celebra la alegría de vivir contra el miedo a transgredir lo sagrado; defiende la razón frente al dogma y la fraternidad frente al servilismo. En cambio, Amaro, venera la jerarquía, el poder y la conveniencia de la sumisión.
“¡Cuántos crímenes se han cometido en el nombre de Dios!”: Blaise Pascal.
