Escribir sobre temas de salud pública no es un ejercicio neutro. Quienes se atreven a señalar prácticas indebidas, vacíos legales o normativos e incluso políticas fallidas, saben que están pisando un terreno escabroso, pues la crítica en este campo no puede reducirse a un mero ejercicio académico, ya que tiene repercusiones políticas, sociales e incluso personales. Por ello, cada vez que se publica un texto con fines de denuncia, surge inevitablemente ese dejo de temor o la sensación de que se pueden tocar intereses y pueden venir represalias.
Ante los hechos recientes, el temor no es irracional, ya que en sociedades donde la transparencia no siempre se asume como norma y donde la rendición de cuentas es percibida más como una amenaza que como obligación, aquellos que alzan la voz quedan expuestos. La violencia contra periodistas, activistas o profesionales que se atreven a decir lo que otros callan no es una fantasía, sino una realidad documentada. Sin embargo, debe quedar claro: reconocer el riesgo no significará nunca aceptar el silencio como alternativa.
La historia de la salud pública se teje por voces críticas que han enfrentado resistencias y abrieron caminos de cambio y van desde aquellos que denuncian la falta de medicamentos en hospitales, quienes exigen seguridad y normativas transfusionales sensatas, hasta los que apuestan por sistemas de donación transparentes o los que exponen corrupción en las instituciones de salud. Esta crítica es el motor de avance sí, pero es al mismo tiempo lo que incomoda a muchísimas personas.
Ahora bien, existe una diferencia crucial entre atacar personas y criticar conductas, decisiones o políticas. El argumento “ad hominem” en efecto debilita la legitimidad de quien denuncia y abre la puerta a represalias personales, sin embargo, señalar que una práctica contradice a una ley o norma, que una omisión genera riesgos medibles o que un procedimiento incumple estándares internacionales, desplaza la conversación al terreno de la evidencia. Cuando alguien “se pone el saco” aunque no se le haya mencionado, expone ese acto de autorreconocimiento, pues no fue el autor quien los señaló, sino que ellos mismos son los que se reconocieron en la crítica.
La fuerza de este enfoque radica en que convierte lo subjetivo en objetivo y no se trata de “mi opinión” contra “tu opinión”, sino datos duros frente a decisiones políticas o administrativas. Ese tono propositivo es lo que refuerza la legitimidad, pues no basta con decir que algo está mal, sino tratar de ofrecer alternativas viables, rutas de mejora o marcos de referencia. Así se impide que la crítica sea interpretada como un mero ataque y se refuerza ese valor contributivo para la mejora.
Aun así, no se puede ignorar esa sensación de vulnerabilidad. Quien critica debe protegerse y esto incluye blindar sus textos con evidencia sólida, cuidar su seguridad digital, compartir con colegas de plena confianza e incluso publicar bajo el amparo de instituciones o asociaciones profesionales. No es paranoia, sino responsabilidad con uno mismo y con la causa que se defiende.
Tras los episodios recientes de violencia política en otros ámbitos, recordamos hasta qué punto la palabra puede incomodar, pero también muestra su potencia transformadora. Si lo que se escribe no tuviera trascendencia, no provocaría reacciones tan intensas, precisamente porque la palabra tiene impacto e irrita a quienes se benefician del silencio de la opacidad.
Aquí es donde debemos ser claros y contundentes: nadie debería ser amedrentado ni ser sujeto de violencia por intentar persuadir con ideas a las personas. La confrontación de visiones es parte de una sociedad democrática y disentir es saludable cuando se canaliza a través del debate y argumentación, recordando que la violencia es la negación misma del diálogo.
Subrayo, estimado lector, que el temor existe y es válido reconocerlo, pero no se convertirá nunca en freno. La batalla por una salud pública transparente, segura y justa, requiere voces que no se callen. En efecto, se puede ajustar la forma, blindar el fondo y reducir riesgos, pero nunca cederemos en el núcleo de lo que nos mueve: los pacientes.
Callar frente a la corrupción, la negligencia o la opacidad no es ser neutro, es ser cómplice y la ética de quienes trabajamos en salud nos obliga a lo contrario: denunciar con rigor, señalar con prudencia y proponer con firmeza actos de mayor responsabilidad hacia la sociedad.
Desde este espacio, refrendo un compromiso personal: no cesar en dar la batalla cuando corresponda, porque el silencio protege a unos pocos, pero la palabra crítica, aunque incómoda, protege a todos.
Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.
RAA
