Desde niña siempre me han encantado las piedras, recuerdo en esas vacaciones lejanas verlas girar entre la espuma blanca, cómo corría para arrebatárselas al mar para que dejaran de estar rodando sin fin. Las veía cambiar de tonos al secarse con el sol, y al hacerlo, me recordaban que no escapaban al cambio continuo ni a las transformaciones, y siempre, en cualquier lugar, si había oportunidad, las arrancaba de los caminos.

No sé qué fascinación secreta despertaban en mí, o, mejor dicho, aun despiertan, tal vez el recordatorio de la maleabilidad de la materia, o sentir en su dureza pétrea los secretos del mundo en una forma comprimida. Y al caminar con una de ellas resguardada dentro de mi puño, podía sentir el eco de un corazón palpitante que se resistía a detener sus latidos.

En una ocasión en Tócuaro, recorrimos el lecho del arroyo seco en el que recolecté decenas de pedernales brillantes, negros como la más oscura noche. Me observaban curiosos, como cientos de ojos ancestrales que contaran mis pasos. Yo, los desprendía ansiosa de recolectar más y más, los resguardaba en una bolsa sintiéndome afortunada de poseer tan invaluable tesoro.

Mi nana, aun guarda algunas de ellas con añoranza, ella piensa que de esa manera conserva mi infancia perdida, y que le basta mirarlas para en esa lontananza, regresar de nuevo.

De la gran variedad de piedras que existen, yo prefiero las de cantos rodados, pues al igual que yo, han aceptado que el tiempo vaya limando sus aristas, han permitido que se pulan sus frentes disformes a manera de enmienda, como la fórmula más propicia para avanzar, que es otra manera de seguir caminando.

Que, si se mira así, es sabio actuar imitando a las rocas; enfrentar los desafíos continuos siguiendo adelante, muchas veces con el orgullo vencido, sintiendo al desengaño alisar mis expectativas maleando mi estructura, haciéndome por contraparte más humana, empática y realista.

Y no puedo decirte que soy una roca, porque sería una contradicción, se podría pensar que mi corazón se ha vuelto impenetrable, pero no es acertado, más, sí puedo afirmar que en mi vida he experimentado los mismos procesos de cambio.

No dudaría que, en su afán de pertenencia, mi propio organismo hubiera formado una, seria cuestión de verificarlo en una radiografía. Mas, como no quiero desengañarme, prefiero pensar que así es y que me habita de una forma misteriosa acompañando mi diario vivir engarzada a mis horas y minutos. Y qué, si tuviera que dar fe de mi vida transcurrida, diría: Lo declaro y aseguro, yo estuve presente y lo atestiguo.

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