Octubre de 1993, en el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, un millar de estudiantes enardecidos encara al rector, hijo de inmigrantes lituanos, Antanas Mockus, quien lleva un par de años en el cargo y ha sorprendido a todos, entre otras cosas, por la forma transparente de administrar los recursos y llegar con regularidad en bicicleta a su despacho. Los ánimos se caldean aún más y la silbatina del alumnado imposibilita el diálogo. En medio de los chiflidos ensordecedores, el rector sobre su estrado da la espalda al auditorio y se baja los pantalones para mostrar su desnudo trasero.
En aquellos tiempos, libres de teléfonos inteligentes, nadie contaba que una cámara registraría las imágenes, ni que serían transmitidas por los noticieros de la noche. Tras el escándalo, el rector tuvo que renunciar. Sin embargo, meses después, se presentó como candidato independiente a la alcaldía de la capital. Ante un electorado hastiado de la corrupción, (uno de los alcaldes anteriores, Juan Martín Caicedo Ferrer, había sido destituido por prevaricato) la opción de un funcionario eficiente y libre de compromisos políticos puso a Mockus en una situación privilegiada.
Su discurso alrededor de crear una cultura ciudadana y su atípica campaña, sin mayor gasto de publicidad que una calcomanía que podía pegarse en el coche (sólo hay que recordar que no existían las redes sociales), le dio el favoritismo de una ciudadanía que deseaba castigar a los partidos tradicionales. Éstos buscaron en su desesperación apoyar candidatos con cierta aura independiente. El resultado no pudo serles más adverso: Mockus obtuvo casi el 65% de los votos. Lo que vino después es demasiado largo para contarse aquí, pero sirve como muestra de que otro tipo de política siempre ha sido posible.
Traigo a colación este caso porque uno de los chistes de aquellos años consistía en preguntar por qué el exalcalde Juan Martín Caicedo Ferrer no podía bajarse los pantalones como lo había hecho Antanas Mockus. La respuesta era sencilla, porque estaba untado.
De forma análoga, en el México de nuestros días, podríamos preguntar qué político no está relacionado, por ejemplo, con el crimen organizado. El Mayo Zambada es una carta muy peligrosa en manos de la justicia gringa, que parece regirse por los criterios comerciales y supremacistas de Trump. Documentado de forma incesante por el periodismo mexicano e internacional, en este narcotraficante se resumen décadas de complicidad no sólo política, sino institucional en todos los niveles de gobierno, y en estamentos intocables como las fiscalías y el ejército. ¿Son los 15.000 millones de dólares que se le incautarán una indemnización que garantice un borrón y cuenta nueva? ¿Callará Zambada en su celda hasta el último de sus días? ¿Cuánto rédito político adicional obtendrá la administración Trump con esta carta en su mazo?
La analogía también se extiende a otra escala. ¿Cuántos políticos en Guanajuato podemos vislumbrar fuera de la estela de corrupción del sexenio anterior de Rodríguez Vallejo? ¿Servirá para algo el tan cacareado sistema creado para combatirla cuando se trata juzgar a copartidarios y predecesores? Esto sin mencionar cuántos pueden estar untados también con los giros oscuros del huachicol y el narcomenudeo, ante lo cual el silencio es aún más estruendoso.
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