En estos días, en la discusión pública sobre la pobreza, es común que los gobiernos, medios de comunicación e incluso algunos “académicos” recurran a un dato que aparenta ser contundente: el número de personas que salieron de la pobreza. Esta narrativa es esperanzadora, incluso triunfalista, pues se anuncia que millones de personas dejaron atrás esa atroz condición porque ahora sus ingresos superan el umbral establecido como línea de pobreza. Ahora bien, esa afirmación encierra dos problemas graves: por un lado, se confunde un indicador estadístico con una realidad social compleja y por otro se genera la ilusión de movilidad social, cuando en realidad la mayoría de esos ciudadanos apenas transitaron a un espacio frágil, lleno de riesgos y de incertidumbre.
Nos da temor en estos días decir las cosas como son: toda “línea de pobreza” es una convención técnica que sirve para clasificar y comparar, pero no para describir el bienestar real de una persona. Si la línea se fija en 4,564 pesos mensuales y alguien percibe 4,563, se le etiquetaría como pobre, mientras que con 4,565 ya no lo es. Esa diferencia marginal de dos pesos no transforma la vida de nadie, pero en los registros oficiales implicaría en un escenario el “haber superado la pobreza”. En términos prácticos, la vida cotidiana de esa persona permanece exactamente igual, con las mismas limitaciones y privaciones. Es así como la estadística en este caso no describe un cambio sustantivo, sino un simple movimiento contable.
Esto abre la puerta a la perversión del uso político de los datos. Las autoridades pueden presentar como un logro histórico lo que en realidad podría ser una oscilación mínima. Ahora bien, ese mensaje oficial de que miles o millones salieron de pobres no responde a una pregunta: ¿A dónde se fueron todas esas personas? ¿En dónde se ubican ahora?
No debe temerse el responder, aunque sea incómoda la realidad: esos individuos no pasaron mágicamente a ser siquiera clase media, ni alcanzaron un nivel de bienestar estable. Lo que ocurrió es que entraron a una zona gris, que muchos llaman “vulnerabilidad”. Esta categoría no es simplemente de palabra, sino una realidad indiscutible: hogares y personas que en efecto superaron el umbral de pobreza, pero que carecen de seguridad social, ahorros, vivienda digna o ingresos estables. Todos estos sujetos, ante cualquier evento adverso como puede ser una enfermedad, pérdida del empleo o un alza de precios, los hace caer de nuevo por debajo de esa línea de pobreza en cuestión de semanas.
Esta condición recuerda al limbo que describió Dante en su “Divina Comedia”: ese lugar intermedio que no es el infierno, pero no es ni de cerca el paraíso. Es un lugar donde las almas permanecen en suspensión, privadas de la plenitud, pero “alejadas” del tormento absoluto. Así viven millones de hogares que han sido declarados como “no pobres” por haber cruzado el umbral estadístico. Se dice que ya no padecen pobreza extrema, pero tampoco gozan de seguridad ni bienestar. Esas personas habitan el purgatorio socioeconómico en el que cada día se mantiene una esperanza de ascender, pero la probabilidad de infortunio los puede llevar de nuevo al fondo. Esta metáfora es cruda y expone el verdadero problema: la estadística celebra la salida, pero la vida real sigue atrapada en un limbo de vulnerabilidad.
La salud nos da ejemplos claros de este fenómeno. Un hogar que apenas superó la línea de pobreza, pero que sigue sin acceso efectivo a servicios médicos de calidad, carece de seguridad social, se enfrenta al costo de medicamentos o a una hospitalización inesperada, lo colocan en una vulnerabilidad extrema. Basta con un accidente o una enfermedad crónica para que el gasto catastrófico en salud lo devuelva de inmediato a ser pobre. Así, un sistema de salud deficiente evidencia que la salida numérica de la pobreza no equivale a bienestar, sino a una frágil transición fácilmente reversible.
Salir de pobre no equivale a movilidad social ascendente. En la realidad la mayoría de personas entran a ese estado precario, como de “suspensión”. En efecto, no denostamos la importancia de transferencias que mejoran ingreso o aumento de salarios, pero tampoco ignoramos que su impacto debe ser medido con mayor honestidad. Esta reducción estadística de pobreza en efecto es un indicador parcial de avance, pero no debe confundirse con la construcción de bienestar, ni con la consolidación de una clase media.
Salir de la pobreza según las cifras oficiales no necesariamente significa abandonar el ser pobre en la práctica, sino entrar a ese limbo socioeconómico donde la fragilidad es la norma y la probabilidad de regresar a la pobreza es extrema. Entender esta diferencia es necesario para diseñar políticas públicas más responsables y para evitar que los números ahora sean propaganda barata. En el ámbito de la política social y de salud, esto implica dejar de ver los indicadores como trofeos o medallas, para comenzar a utilizarlos como diagnósticos serios que orienten a soluciones a largo plazo. Tener esta percepción honesta y responsable es el único camino para transformar la estadística en bienestar real y transformar ese purgatorio de vulnerabilidad a una auténtica salida hacia la estabilidad y dignidad humana.
Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.
RAA
