En temas de salud pública estamos acostumbrados a hablar de diabetes, cáncer o enfermedades cardiovasculares como los grandes enemigos del bienestar y la vida de los mexicanos. Cada uno de estos padecimientos tiene sus estrategias de prevención, diagnóstico y tratamiento. Sabemos, por ejemplo, que una dieta equilibrada, el ejercicio regular, la restricción del tabaco y la vigilancia médica pueden retrasar la aparición de estas enfermedades. Sin embargo, hay un fenómeno en México que si se midiera con las mismas métricas epidemiológicas de las enfermedades crónicas, ocuparía un lugar muy alto en las causas de muerte: la violencia homicida.

En los últimos años, nuestro país ha mantenido niveles de homicidios que, en proporción a la población, resultan tan impactantes como las principales enfermedades crónicas y transmisibles. La probabilidad de morir asesinado en México es equiparable (e incluso en ciertos lugares superior) a la de fallecer por un infarto o por complicaciones graves de la diabetes. Esto se traduce en que para una parte de la población, en especial la que vive en regiones de alta criminalidad, el riesgo de perder la vida de forma violenta es tan relevante como el de padecer alguna enfermedad mortal conocida.

Ahora bien, la gravedad del problema no se limita a esa comparación estadística, puesto que la violencia homicida afecta de manera desproporcionada al grupo etario de personas jóvenes, sobre todo varones en edad productiva y reproductiva, lo que implica que cada muerte por violencia no solamente es una pérdida individual, sino que representa décadas de vida truncadas, familias rotas y comunidades debilitadas. Si esto se tradujera a un símil de carga de enfermedad, el impacto es enorme, puesto que no solamente se suman vidas perdidas, sino años enteros de salud y productividad que desaparecen, afectando sobremanera la esperanza de vida del país.

En epidemiología se habla de “determinantes sociales de la salud” como aquellas condiciones en las que las personas nacen, crecen, viven, trabajan y envejecen, las cuales influyen de manera profunda en su bienestar. Bajo esta premisa, la violencia homicida se vuelve un determinante social extremo, pues no se trata de un factor de riesgo individual como los antes comentados, sino de un fenómeno que se alimenta de la desigualdad, impunidad, crimen organizado, debilidad institucional y la fractura del tejido social. Aquí no aplica la prevención con campañas de estilo de vida saludable o atención en consultorio, puesto que es un asunto mucho más complejo, ya que se requiere el abordaje de una verdadera epidemia social, que incluye el análisis de factores estructurales, intervenciones coordinadas y políticas públicas sostenidas.

Bajo la óptica de salud pública, la atención primaria estaría orientada a evitar que ocurrieran los hechos violentos con la reducción de la pobreza (no solamente estadística) y la exclusión, con la oferta de oportunidades reales de desarrollo, control de circulación ilegal de armamento, diseño de entornos urbanos seguros y desarticulación de redes criminales. La atención secundaria debería tener una intervención de atención a personas en conflicto con la ley, programas comunitarios en zonas de alta incidencia, protección a víctimas y testigos y resolución temprana de conflictos. Ahora bien, como tercer frente, habría de minimizarse el daño tras un hecho violento con atención médica y psicológica inmediata, rehabilitación integral y justicia efectiva para evitar los ciclos malsanos de impunidad.

La violencia homicida no es una “epidemia invisible” o un tema exclusivo de seguridad pública, sino un problema de salud poblacional que compite en magnitud y consecuencias con las enfermedades más letales, pero, a diferencia de estas, su patrón demográfico la hace aún más lesiva, pues afecta en mayor medida a la base joven y activa de la sociedad, lo que amplifica su impacto social y económico. 

Así como la reducción de mortalidad por enfermedades requiere de estrategias nacionales coordinadas, inversión sostenida y cambios culturales, debemos aplicar la misma lógica a la violencia homicida, porque mientras exista este piso elevado de muertes violentas, nuestro país no podrá recuperar plenamente su esperanza de vida ni lograr verdaderos progresos sociales o de salud pública. Es menester entender que la atención de la violencia no es solo un asunto de justicia o meramente policial, sino una de las intervenciones más urgentes para mejorar la salud y el futuro de la población. Son muchos mexicanos muertos. Demasiados. Actuemos en consecuencia.

Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.

 

RAA

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *