Hace siete años, Alfonso Romo descansaba con una pierna cruzada y las manos sobre la mesa de juntas. Llevaba con elegancia casual una chamarra fina y botines de cuero. El tema era el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México, ese que había costado años la planeación y el diseño del gran arquitecto Norman Foster y los mejores ingenieros de México y el mundo para asegurar su construcción en Texcoco. 

Romo argumentaba que la obra no era buena, que las pistas se hundirían, que eso estaba claro. Era fácil saber que sus dichos no eran sinceros: él, como todo empresario con su experiencia, conocía los beneficios de esa magnífica obra que llevaba el 35 % de su ejecución. El proyecto no solo era hermoso, sino uno de los más bellos que se hayan diseñado para una terminal aérea. El espacio aéreo estaba definido para que un día el antiguo aeropuerto Benito Juárez cerrara y el NAIM naciera al día siguiente a la aviación mundial. 

El empresario, que era vínculo de Andrés Manuel López Obrador con sus pares, sabía que era cierto lo que todos le decíamos: es un crimen tirar, no solo el NAIM, sino el futuro aéreo del país. 

A lo largo de la vida he visto como muchos políticos, empresarios y político-empresarios que sucumben ante ideas que no son propias y en las que no creen a cambio de tener un lugar en la mesa de los poderosos. 

Carlos Slim, cercano a López Obrador, le propuso privatizar el proyecto. Hizo todo el esfuerzo. El NAIM no necesitaría fondos públicos y la inversión podría hacerse con participación empresarial. El NAIM no solo era un gran proyecto, también una obra que al tiempo sería rentable, como lo son muchas operaciones de aeropuertos internacionales de gran tráfico. López Obrador sabía que era cierto, pero engañó a sus seguidores. 

Se decía, como pretexto, que había mucha corrupción en la obra, pero nunca se demostró; Poncho Romo y otros sicofantes del presidente electo decían que se iba a inundar porque su construcción era en un lago. Callaban cuando explicamos que el aeropuerto de Hong Kong, también diseñado por Norman Foster, estaba no en un lago, sino en medio del mar. 

Cuando vemos las condiciones del Benito Juárez o Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México nos dan ganas de llorar. El pasado domingo se inundó; sus estructuras, viejas y obsoletas impiden su crecimiento y cada año hay que invertir miles de millones para mantenerlo en pie. La última ocasión que pasamos por ahí, los baños ni siquiera tenían tapaderas. Un asco. 

Cada que alguien viaja por ese aeropuerto paga una Tarifa de Uso de Aeropuerto. Son 601 pesos para vuelos nacionales y 1,141 pesos para los internacionales. Ese dinero tiene un destino: pagar el destrozo del NAIM. El aeropuerto sustituto, Felipe Ángeles, jamás será el HUB que necesita el país. Dos aeropuertos no son un HUB. 

No creemos que la Presidenta Claudia Sheinbaum haya estado muy contenta de la destrucción del aeropuerto de Texcoco. Ella era la Jefa de Gobierno y sabía lo que significaba para su ciudad el NAIM. Por lo pronto, miles de millones de pesos en inversión, más y mejor turismo; dignidad para los viajeros y una derrama económica de billones.

López Obrador usó la destrucción del NAIM para insultar a sus opositores, para dar una muestra de “poder”. Así lo comentó uno de sus leales seguidores. Ahí está el resultado después de 7 años. 

 

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