Desde su llegada a la presidencia en 2018, López Obrador no solo transformó el estilo de gobierno en México, sino también la narrativa para llegar al corazón de las mayorías. Con un discurso que apeló al pueblo y una narrativa paternalista, el mandatario logró consolidar a Morena como la fuerza política dominante del país. Se trata de una hegemonía que recuerda, por su dimensión y naturaleza, al viejo PRI de los caudillos, aunque con otro relato fundacional.

Hoy, Morena ejerce un poder prácticamente absoluto: controla la Presidencia, el Congreso, la mayoría de los gobernadores y, más importante aún, el ánimo social de los beneficiarios de programas sociales. La más reciente encuesta nacional de El Financiero revela con crudeza el desequilibrio de fuerzas: Morena concentra el 64 % de las preferencias; su aliado, el PT, alcanza el 47 %; el Partido Verde, el 40%. Movimiento Ciudadano se sitúa con un 30 %, mientras que el PAN apenas alcanza el 12 % y el PRI, el 11 %. La debacle opositora se acentúa aún más al observar los niveles de rechazo: 85% de los consultados tiene una opinión negativa del PRI; 83%, del PAN. En contraste, Morena solo registra un 28 % de desfavorables.

La lectura es clara: PRI y PAN han perdido la narrativa, la doctrina y, por tanto, la identidad. Y sin identidad no hay forma de posicionar una imagen ni marca alguna en el mercado político. Aquellos que dominaron la política mexicana durante décadas ya no tienen prestigio y su voz no tiene eco. En su lugar, Morena ha ocupado el espacio con una mezcla de centralismo, control de recursos, carisma presidencial y una retórica que, al menos hasta ahora, mantiene movilizada a buena parte del electorado.

Este fenómeno, sin embargo, no es inédito. En los años setenta y ochenta, el PRI gozó de un poder similar, aparentemente inquebrantable. Pero fue desde dentro donde comenzaron a surgir las fisuras que, años después, lo desmoronarían. La ruptura de figuras como Cuauhtémoc, Porfirio e Ifigenia en 1987 marcó el principio del fin de aquella hegemonía. La pérdida de cohesión interna, el desgaste del ejercicio del poder, la corrupción institucionalizada y el surgimiento de una oposición articulada, con un mensaje esperanzador, fueron los elementos que precipitaron la caída del régimen priista.

Hoy, el dominio de Morena parece absoluto. Pero el mayor riesgo no proviene de la oposición, porque no existe, sino de sí mismo: la concentración de decisiones, las ambiciones personales dentro del partido y las tensiones entre figuras presidenciables lopezobradoristas y las bases propias que la  Presidenta ha consolidado, detonarían un proceso de fragmentación similar al vivido por el PRI.

Otro riesgo es el desgaste natural del poder. Gobernar gasta y tarde o temprano decepciona. El poder pesa, pero pesa más aún no poder. Para que ese desgaste abra paso a la alternancia real, es indispensable una oposición vigorosa, con propuestas esperanzadoras para México, una oferta programática que enfrente los problemas que el país arrastra. Solo con críticas nada se soluciona. Por desgracia, los que han levantado la mano son líderes de pacotilla. 

Pero, sobre todo, se requieren liderazgos frescos, carismáticos, que encabecen ese despertar opositor. Por ahora, ni el PRI ni el PAN, con Alito y Markito como socios extraviados, cuentan con brújula, narrativa o liderazgo que inspire. Morena avanza en solitario, dueño del escenario político, sin una oposición que le dispute el liderazgo, ni mucho menos la agenda pública.

Guanajuato está en la mira de Morena, será difícil que libre la embestida guinda. Aunque la Gobernadora ha logrado importantes acuerdos con la Presidenta, que traerán muchos beneficios, no serían suficientes para redimir al PAN de sus agobiantes culpas: su silencio cómplice frente al peor gobernador del que se tenga memoria, los oscuros manejos, conciliábulos y las funestas consecuencias de haberle alimentado a Diego su narcisismo rampante. El albiazul requiere un “triunfo moral” que le permita reconciliarse con el pueblo y expiar sus pecados capitales.

La única vía para que el PAN consiga ese triunfo moral que lave sus culpas, es sentando al exgobernador en el banquillo de los acusados. Sin ese acto de justicia retributiva, el partido conservador no podrá ofrecerle al electorado una narrativa creíble, legítima, ni mucho menos recuperar los valores que alguna vez lo distinguieron.

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