Nancy Yadira Basoria Guzmán es consultora Gubernamental, Consultora Política y Abogada Estratega en Litigio Estratégico

En Guanajuato, la violencia escolar ha dejado de ser un fenómeno aislado para convertirse en un síntoma de una profunda crisis estructural. Las cifras ya no bastan para dimensionar el problema; lo que está en juego es la integridad de la niñez y la responsabilidad del Estado para protegerla.

Durante el ciclo escolar 2023–2024, se documentaron 632 casos de violencia escolar en el estado. León, Irapuato y Celaya encabezan las estadísticas: León con 126 casos, Irapuato con 88 y Celaya con más de 80. De ese total, al menos 33 corresponden a abuso o acoso sexual infantil dentro de escuelas públicas de nivel básico. Pero la realidad supera los registros: muchas víctimas no denuncian por miedo, por desinformación o por falta de confianza en las instituciones.

Pese a la gravedad del fenómeno, la respuesta institucional ha sido deficiente. Solo 49 de los 632 casos derivaron en sanciones administrativas. En la mayoría, los protocolos de actuación no se activaron, las familias quedaron desamparadas y las víctimas, revictimizadas. La supuesta protección del Estado se diluye en un mar de omisiones.

En junio de 2024, el Congreso del Estado reformó el Código Penal para endurecer las penas por abuso sexual infantil y hostigamiento escolar. Las sanciones pasaron de penas simbólicas a castigos de hasta 12 años de prisión, agravados si el agresor es servidor público. Sin embargo, estas reformas siguen sin traducirse en prevención efectiva ni en justicia restaurativa. La norma cambió, pero la práctica institucional permanece intacta.

La omisión institucional ha dejado de ser excepción para convertirse en política no escrita. Los protocolos existen solo en papel y rara vez se activan a tiempo. Las sanciones administrativas y penales llegan tarde —si es que llegan—, mal fundamentadas y sin enfoque de derechos humanos. Y la reparación del daño, cuando se ofrece, es mínima, inexistente o irrisoria.

Casos recientes en León e Irapuato lo ejemplifican. En uno, la persona agresora sigue prófuga y, tras lo mediático, la autoridad implementó acciones de forma tardía. En otro, el señalado sigue laborando en el sistema educativo, mientras la familia afectada vive en el abandono institucional. Lo peor: estos no son casos aislados, sino patrones que se repiten constantemente.

La ausencia de reparación integral se explica por múltiples factores: las familias suelen desconocer sus derechos; pocas tienen acceso a una defensa legal especializada en litigio estratégico; las instituciones se niegan a reconocer su responsabilidad o, bien, imponen sanciones sin garantía de reparación.

El problema de fondo es la corrupción sistémica. No solo se encubre a los agresores, también se protege a quienes fallan en su deber de actuar. Las instancias educativas, las fiscalías y los órganos de control actúan con lógica burocrática, no con enfoque de protección.

Frente a esta realidad, el litigio estratégico es un tipo de defensa que permite llevar casos paradigmáticos que no solo buscan castigar, sino transformar: reconfigurar protocolos, abrir precedentes jurídicos y forzar al Estado a reparar, no solo sancionar. No se trata de buscar culpables individuales, sino de evidenciar fallas sistémicas que deben corregirse.

Este artículo no busca revictimizar. Busca visibilizar y activar consciencias. La violencia escolar no es un daño colateral. Cada caso representa una historia rota, una deuda pendiente. Es momento de alzar la voz, de generar consciencia, de buscar el acompañamiento legal que permita blindarse frente a las omisiones del Estado. Porque cada acto de silencio institucional es una traición a nuestra infancia.

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