Los restos mortales de grandes líderes o de personas dueñas de potencias sobrenaturales han fascinado a la humanidad desde su orígenes. Los procesos de embalsamamiento o el uso de sus huesos lo atestiguan desde tiempos inmemoriales. Templos del antiguo Egipto, por ejemplo, se preciaban de custodiar fragmentos del cuerpo desmembrado de Osiris, recuperados por su hijo Horus. El budismo adoraba cenizas de su máximo profeta y las reliquias cristianas constituyeron un mercado fabuloso en la Edad Media, del cual se burla Umberto Eco en su novela Baudolino. 

Aún en tiempos actuales, en consonancia con las grandes religiones, doctrinas políticas exhiben los restos de sus patriarcas con morboso primor. Allí están los restos de Lenin, Mao, los Kim o Ho Chi Minh, entre otros. No me sorprendería que Donald Trump decretase un destino similar para su cuerpo físico (y seguro dispondrá el cobro de alguna regalía a los espectadores del futuro). 

La forma de las ruinas (Alfaguara, 2015) del colombiano Juan Gabriel Vásquez, es un relicario novelístico construido alrededor de los huesos de dos grandes políticos asesinados en su país en la primera mitad del siglo XX: Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán. 

La calota craneal de Uribe Uribe, atravesada por las hachas de sus asesinos y una vértebra horadada por una de las balas asesinas de Gaitán, se convierten en los objetos de culto de Carballo, un personaje obsesionado por mostrar a los verdaderos orquestadores de estos magnicidios. La trama deviene compleja porque se engarza con eventos de la vida personal de Vásquez, o por lo menos así lo dispone el autor con el fin de reforzar la verosimilitud del relato. O quizás también para poder desplegar sus comentarios literarios o éticos alrededor de la violencia colombiana, gran objeto de estudio de su trabajo. Sin embargo, esto a veces ralentiza o aplaza la lectura de las partes más jugosas: sus descripciones de los magnicidios y las investigaciones posteriores, donde Vásquez despliega una prosa potente y eficaz, además de una documentación admirable. 

Con seguridad muchos lectores, como yo, aplicarán el acelerador en los discursos morales o literarios, para avanzar en las pesquisas de Marco Tulio Anzola o en las conversaciones con el doctor Benavides o con Carballo mismo. Son cosas que algunos autores sacrifican con el afán de mostrarse más autobiográficos. Algo que en novelas con trasfondo histórico, como el Mambrú o Los felinos del canciller de Moreno Durán, no sucede, pues todo recae en los personajes creados por el escritor. Y saco a colación estos títulos en particular, porque Vásquez realiza en su novela un homenaje delicioso y muy merecido a este autor, fallecido hace ya veinte años.

Mausoleo de episodios torales de la historia colombiana que radicalizaron una lucha bipartidista transformada décadas más tarde en guerrillas y narcotráfico, esta novela, aun con sus tesis conspirativas y excesivo afán autobiográfico, es una excelente puerta de entrada a la historia colombiana del siglo XX.

 

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