Confieso que soy creyente de que no nos llevamos nada de este mundo y que nacimos para dejar una huella. La pobreza franciscana es una actitud ante la vida del desapego total. Decía San Francisco: “deseo poco y lo poco que deseo, lo deseo poco…” Esta frase, centenaria, es una síntesis de lo que podría llamarse la fórmula de cómo ser felices, siendo libres.
En estas épocas de saber de la vida de lujo de gobernantes en los paraísos en Estados Unidos, tenemos el deber de invocar a la esperanza para recordar que la humanidad sobrevivirá y bien.
No me sorprende que los ricos huyan a su encierro de privilegios, evitando hasta el trato con la servidumbre; mientras, las clases medias mexicanas buscan acomodarse para mantener sus básicos. Y los siempre pobres, el 55% de los mexicanos, salen a las calles irremediablemente para tener el sustento diario. Así es nuestra naturaleza humana. En el desapego se sabe quién es generoso y quién es egoísta y se puede construir la generosidad grupal.
A estas alturas de la vida en la tercera edad, apenas voy comprendiendo lo que ella contiene. Aseguro que somos vulnerables y que nuestra fragilidad se debe traducir en una nueva manera de mirar la convivencia humana. Casi nada de lo que creemos que es importante ya me lo parece; ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Rodeado de cantidad de gente que ha dado su vida por una causa justa, por salvar a un enfermo, por evitar la deserción de un alumno, por dolerle el robo cuando muchos sufren, cuando se salva a un huérfano, es que veo que los que trascienden son los más generosos, los que se han desprendido de lo mucho o poco que tienen.
El cristianismo es un fundamento de ideas y de vida tan poderoso, que nos invita a nacer de nuevo y precisamente, entre los que menos tienen, entre los sufrientes. Por eso, requerimos la sana distancia del dinero y del poder. Afirma el cristianismo que todo lo que “tenemos” no tiene sentido si no “somos”. De allí que veamos la angustia actual de los más apegados al dinero, cuando nada de eso podrán llevarse de este canijo mundo, ni sus cuentas bancarias ni sus casas hermosas. Lo que da la verdadera paz, la tranquilidad, es la conciencia serena por encontrar sentido a la vida siendo útiles en encuentro con los demás.
Siempre he visto que no basta regalar unos dulces o una piñata, ni calmar la conciencia con presentes en una esquina bajando el cristal del coche. Las mayorías requieren frente a la desgracia, la generosidad plena, reinventar el esquema de una sociedad volcada al consumo de lo superfluo en un capitalismo despiadado que acumula y que nos tranquiliza por pensar que no somos responsables, cuando en realidad nuestro egoísmo mantiene un sistema que le quita a los más para darle a los menos. Ese es el fundamento de la Doctrina Social de la Iglesia, sí. Es el mensaje para voltear a ver al prójimo.
La clave es desear poco. Es suficiente el gusto de crear empleos, la charla con los jóvenes; la nota de una guitarra; el gusto de un proyecto en el barrio; la alegría de recuperar un ecosistema; el gozo profundo de servir a quien más sufre; el olor del café o la mirada de un pequeño que obsequia la sonrisa. El verdadero legado, es el ejemplo. Los inmortales son los que desearon, por ser libres, siempre poco. Y dentro de eso poco, fueron tan generosos, que se despojaron de sí mismos. Ese es el principio y fundamento del nacimiento cristiano.
Por eso digo: ¿para qué acumular tanto poder y dinero? ¿Para qué escapar a otros mundos? Aquí, en este terruño tenemos mucho por hacer. Tienen que venir tiempos mejores y de concordia. Asediados por el imperio del norte, no nos puede vencer la desesperanza.
