Hasta donde la historia nos lleva de la mano, cada embajador de Estados Unidos en México ha marcado una era, siempre inspirada en el estilo personal de gobernar del presidente en turno de su país El reciente nombramiento de un “boina verde” como embajador estadounidense, Ronald Johnson, confirma lo dicho: Con un perfil endurecido por años en la CIA y operaciones militares en América Latina, Johnson será una emanación de Donald Trump.
Su llegada, en un contexto de tensiones debidas a temas como el arancelario, migración y fentanilo, exacerbadas por el estilo bravucón de Donald Trump, presagia una relación distante, cautelosa y difícil, diferente a la de su antecesor, el hombre del sombrero, el bonachón Ken Salazar, espejo de Joe Biden.
La relación bilateral entre México y Estados Unidos se ha definido no solo por los encuentros entre presidentes, sino, sobre todo, por la figura de los embajadores, esos rostros oficiales que traducen intereses nacionales en gestos, silencios y mensajes cifrados. A través de ellos se ha tejido una historia compleja, a ratos áspera y a ratos conciliadora, donde el poder, la sospecha, la intriga y la cooperación, han dibujado la arquitectura de la vecindad.
La historia, implacable, nos recuerda los extremos: Joel R. Poinsett, primer enviado estadounidense (1825-1830), no sólo representó los intereses de su país, sino que avivó discordias internas al apoyar la masonería del rito Yorkino, contra el Escocés. Su injerencismo dejó heridas que, en parte, anticiparon la pérdida de Texas.
Décadas más tarde, Henry Lane Wilson encarnaría la máxima expresión del intervencionismo. Durante la Decena Trágica de 1913, Wilson conspiró e inspiró el derrocamiento y asesinato de Francisco I. Madero, facilitando el ascenso de Victoriano Huerta al poder tras un golpe sangriento.
Pero la historia nos dice que la relación con el vecino ha sido un largo camino de encuentros y desencuentros, luces y sombras. Así las cosas, también ofrece ejemplos de diplomacia de buena vecindad: Dwight Morrow llegó en un momento de conflictos religiosos. Con inteligencia y tacto, cultivó una relación de confianza con Plutarco Elías Calles, logrando acuerdos duraderos. Josephus Daniels, por su parte, enfrentó la expropiación petrolera con mesura y evitó que el disgusto en Washington derivara en un conflicto abierto.
Esta capacidad de equilibrar intereses nacionales con entendimiento mutuo encuentra su metáfora más refinada en “El Oso y el Puercoespín”, escrito por Jeffrey Davidow, embajador en México. Davidow capturó en esa imagen la esencia de la relación bilateral: Estados Unidos, el oso, fuerte, pero a menudo torpe; y México, el puercoespín, pequeño pero armado de pavorosas púas, que pueden generar un gran dolor, para defender su soberanía. Su visión, plasmada con elegancia, nos recuerda que la interdependencia y vecindad no anula la dignidad ni la necesidad de respeto mutuo.
En su momento, el TLCAN transformó al vecino en un importante socio económico de México; sin embargo, nos hizo codependientes y vulnerables a los humores de Washington, tal y como lo estamos padeciendo ahora con Trump. El nuevo embajador, alguien que trabajó en la CIA, será inquisitivo, desconfiado, de pensamiento estratégico, mentalidad táctica y capacidad de maquinar cada detalle, cada palabra y cada acción.
Decía el exsecretario Olivares Santana, que ser vecino del país del Norte, es como dormir al lado de un elefante. Desde Poinsett hasta Johnson, los embajadores estadounidenses han encarnado los matices de esta relación compleja… Han sido testigos y actores de conspiraciones, traiciones, reconciliaciones y oscuras negociaciones: La eterna tensión entre el poder y la ley, el control mediante la amenaza y una relación basada en principios y derechos.
Actualmente, cuando los desafíos de migración, narcotráfico, comercio y cambio climático obligan a repensar las reglas del juego, la imagen del oso y el puercoespín sigue siendo pertinente. Nos recuerda que la verdadera diplomacia no se mide por el poder del garrote, sino por la habilidad de construir puentes, de escuchar y de entender que, en esta vecindad, la interdependencia es más fuerte que la imposición.
Al final, la relación entre el oso y el puercoespín no se define por la fuerza del primero ni por las púas del segundo, sino por la capacidad de ambos para convivir en la vecindad, respetando el principio de subsidiaridad, y convivencia con dignidad.
