Todo comenzaba con la ráfaga que levantaba la cortina previo oscurecimiento del cielo, los minutos posteriores, el ruido del relámpago cruzaba iluminando la tarde seguido de un trueno ensordecedor.
Se va a caer el cielo pronosticaba mi abuela. Después interrogaba; ¿metiste la ropa?
Ante la afirmación, ordenaba, ¡rápido, hay que cerrar las ventanas!
La nana corría al piso alto, o a su decir, de arriba, y nos quedábamos en la sala con la televisión apagada porque podía caerle un rayo, y también a nosotros, por eso, permanecíamos en el sillón largo junto a la pared de madera a buen resguardo. Y es que eso de los rayos es cosa seria, nos contó la nana cómo su papá fue alcanzado por uno en el campo, y que es preferible no buscar el refugio de un árbol.
He recordado este episodio muchas veces y mis pensamientos evocan ese miedo de antaño, invariablemente, el temor regresa de manera irracional. También preveníamos las velas porque en cualquier momento se iría la luz y probablemente si la descompostura era muy grande, dormiríamos en la más terrible penumbra. Cada uno, en su planta, pediría turno para alumbrarse, y yo, soplaría el pabilo de la nuestra, luego, indefensa me engulliría sin protestas la noche.
De los diversos tipos que recuerdo, los aguaceros torrenciales si me gustaban, el agua fluía rítmicamente y no había truenos ni relámpagos, inclusive mi hermana salía a mojarse al patio metiendo los pies en el arroyo que formaba la canal al bajar con toda fuerza. Esos que caían por la noche tranquilos arrullando mi sueño, el día nuevo despertaba con los árboles libres de tierra y hojarasca, mi patio cubierto de hojas y ramitas, y las plantas alegres se erguían en los macetones investidas de una dignidad nueva.
Él, me increpa por las razones de mi miedo, no puede entender cómo a estas alturas reacciono con nerviosismo, y no sé qué contestar, sonaría absurdo si le dijera que ese miedo de antaño se quedó incubado en una parte de mí, despierta soñoliento, adormecido sólo por breves segundos, porque después, corre veloz por mi sangre y me dice que me aleje de los cristales, que cierre las ventanas y prevenga las velas. Claro que esto es impensable para quien se asoma en el porche a ver llover y se despeina con esa furia de viento mostrando una gran calma.
Yo, a buen resguardo, observo de lejos, una vez tomadas las precauciones, estoy en paz.
No han llegado aún las tormentas como la de ese recuerdo, ni ha habido altercados entre las nubes en su lenguaje ininteligible. Y aunque comprendo la importancia de la lluvia, quisiera que fuera calma y tranquila, que traspasara la noche sin espantarme. Y yo, acostada sólo escuchará sus promesas fecundas sobre mi techo sin sobresaltos, así como también quisiera que fuera mi vida, y mis días transcurrieran como una lluvia tranquila.
