Pocas expresiones artísticas condensan con tanta fuerza la memoria colectiva, la indignación social y la identidad popular como el corrido mexicano. Este género narrativo-musical, como en su época los juglares, ha evolucionado de forma paralela a la historia nacional, erigiéndose como testigo, cronista y altavoz del México profundo.
Recientemente, Luis R. Conriquez, una de las voces más reconocidas del nuevo estilo regional mexicano, acaparó titulares cuando en pleno Palenque de Texcoco, decidió omitir de su repertorio algunos de sus narcocorridos más emblemáticos. La decisión, lejos de pasar inadvertida, reavivó un viejo debate: ¿debe regularse el contenido de estas canciones o defenderse su naturaleza como testimonio de una realidad ineludible? A otros, las autoridades de Jalisco les abren carpetas de investigación por presunta apología del delito.
Las reacciones no se hicieron esperar. Mientras unos vieron en el acto un gesto de responsabilidad ética, otros acusaron una regresión autoritaria por parte del Estado mexicano, especialmente tras los comentarios de la presidenta Sheinbaum; aunque, ella aclaró: “No prohibimos un género musical, eso sería absurdo. Lo que estamos planteando es que las letras no hagan apología de las drogas, de la violencia, de la violencia contra las mujeres o de ver a una mujer como un objeto sexual… queremos una conciencia social en nuestro país”.
Durante la Revolución Mexicana el corrido vivió su esplendor: las hazañas de Pancho Villa, Emiliano Zapata, fueron cantadas en plazas y ferias, como una epopeya que escapaba de las versiones oficialistas para encontrar su verdad entre versos y la lira, aunque el Gobierno lo consideraba sedicioso. El héroe no era el gobernante, sino el campesino armado, el bandolero justiciero, el soldado anónimo, la carabina de los rebeldes o el caballo perdedor. En esos relatos sonoros, el corrido fue la historia de los vencidos, y su poder residía precisamente en no pedir permiso para contar la otra historia, la de los de abajo.
Con el paso del tiempo, el corrido evolucionó y enfocó nuevas formas de confrontar al establishment, y profundas disrupciones en el ser mexicano. Así nació el narcocorrido, subgénero que documenta y, en ocasiones glorifica, la vida de los capos, las jerarquías del crimen organizado y las otras realidades del México contemporáneo. Para unos, se trata de apología del delito; para otros, un retrato brutalmente honesto de una realidad que, aunque incómoda, existe.
El narcocorrido no es el creador de la violencia, sino su notario. No dicta sentencia, expone. No justifica, narra. Y como en sus orígenes, vuelve a ser el medio por el cual el México profundo se expresa, esta vez no con la carabina 30-30, “que los rebeldes portaban”, sino con el AK-47 y camionetas blindadas.
La postura del gobierno frente a estos contenidos plantea una disyuntiva de alta complejidad. ¿Puede el Estado, en aras de fomentar una cultura de paz, señalar límites a la expresión artística sin incurrir en censura? ¿Es el arte responsable de lo que refleja o es la sociedad la que debe cambiar para modificar sus narrativas? La respuesta quizá esté en matices más que en absolutos.
La célebre consigna del movimiento estudiantil de 1968, “Prohibido prohibir”, cobra nueva vida en este contexto. Porque el corrido, con su lírica sencilla y su potencia narrativa, es mucho más que un género musical: es el derecho del pueblo a decir su verdad, sin adornos ni censura. Si se desea transformar el contenido de sus letras, habrá que transformar primero la realidad que las inspira.
El corrido mexicano, con su métrica viva y su carga emocional, no es solo arte popular: es memoria sonora. En un país donde tantas verdades han sido ocultadas o distorsionadas, el corrido ha sabido preservar la versión de los vencidos, de los ignorados, de los caídos, que nunca tuvieron voz en los libros de texto.
En última instancia, el corrido, incluso el narcocorrido, no inventa el infierno: simplemente canta lo que es, es una especie de conciencia social. Y como escribió Eduardo Galeano, “la historia nunca dice adiós”, porque siempre reaparece, es la memoria del mundo. El corrido vuelve, una y otra vez, como la memoria viva de una nación que canta lo que le duele para no olvidar.
Porque, como escribió el poeta Pascual Hernández Mergold: “Hoy somos quienes somos, porque fuimos quienes fuimos”.
