“¿Quién soy yo para juzgar?”
Papa Francisco
Hay múltiples facetas del Papa Francisco, de Jorge Bergoglio el sacerdote, de Francisco el hombre y maravilloso ser humano. Todos tenemos en la memoria un momento mágico en el que su sabiduría nos iluminó la vida. Pudo ser una conversación sobre los conflictos de la Iglesia, pudo ser un comentario a bote pronto sobre la inclusión de todos los géneros humanos, de todas las razas, religiones y naciones.
Hay una respuesta que recordamos como un gesto de su sencilla humanidad. Alguien preguntó qué debería hacer si un mendicante le pedía dinero, alguien que por su presencia, seguro lo gastaría en bebidas. El Santo Padre imaginó desde su bondad la figura del limosnero y sugirió a quien le preguntaba que sería bueno darle para “un chupito”.
En su respuesta estaba, ante todo, el otro, el semejante que tiene una necesidad que no sabemos de donde proviene, que no sabemos cómo y por qué sufre su enfermedad, en este caso el alcoholismo. Fue una de tantas respuestas que hizo a contracorriente del formalismo vaticano. Se puede construir todo un tratado sobre la necesidad de la caridad, de dar, bajo su óptica.
El tema candente de la inclusión de los colectivos LGTB era una pregunta seguida que debía de torear con sabiduría. Por ningún motivo podía segregar a una parte de la feligresía por su orientación sexual. Hubiera sido injusto, inhumano y fuera de época. Por otro lado está la ortodoxia católica, están los conservadores que defienden la exclusión e incluso el “tratamiento” de personas para que renuncien a las características humanas que les pertenecen desde el nacimiento.
Su respuesta quedará como el inicio de un cambio radical: “¿Quién soy yo para juzgarlos?”, dijo a reporteros. Fue la mejor forma de incluir a quienes son distintos pero merecen el mismo lugar que cualquier otro. Pero también era hombre, era humano y erró. En una reunión con cardenales pidió que no se aceptara a más seminaristas homosexuales, que “había mucho mariconeo”. Alguien hizo público el comentario. Pidió de inmediato disculpas por la palabra.
Su grandeza fue llevar a la Iglesia por el camino del cambio sin crear un cisma o una división que pudiera ser tan grande como la de Lutero. Sabemos que la vocación jesuita es liberal, va siempre en favor de los que menos tienen. Su Santidad quería una iglesia pobre para atender a los pobres. Renunció al boato, a las ceremonias de pompa y circunstancia y a todo aquello que significaba lujo, como las zapatillas rojas de Benedicto XVI, cortesía de la empresa PRADA.
En la práctica la Iglesia necesita recursos humanos y materiales, lo que descubrió el Papa fueron excesos inconfesables de lavado de dinero, enriquecimiento de algunos sacerdotes como el cardenal Giovanni Angelo Becciuy, quien dispuso de recursos del Vaticano en un entramado de corrupción durante la década pasada. Lo más terrible: una institución que encubrió a criminales pederastas en todos los continentes y durante muchos años.
Sólo el Papa Francisco, con su infinita humanidad, podía mover a la Iglesia y prepararla para mayores cambios que seguramente él hubiera realizado de haber podido: eliminar el celibato; elevar a la mujer a la igualdad canónica y permitir su participación en el sacerdocio, desde la parroquia hasta el Colegio Cardenalicio y eventualmente al Papado. Cambios de justicia que enriquecerían la labor evangélica y de servicio. En el conclave que viene no habrá palabra de mujer alguna. Eso tiene que cambiar.
(Ayer dije que continuaría con el tema de “construir un nuevo México”) Más adelante escribiré del tema. Hoy todo lo llena la luz de Francisco.
