Para no estar a ciegas en la tormentosa realidad que nos envuelve, es bueno tener conocimiento de la historia, que nos puede enseñar a interpretar y proyectar los sucesos que nos están tocando vivir y así ahuyentar, un poco, nuestra incertidumbre. El problema es que en nuestro país se estudia la historia como si se tratara de una religión y no como ciencia. Puras narrativas acordes a los intereses de los políticos en turno. Propongo que intentemos hacerlo de la manera correcta, referenciando los hechos como fueron ¿va?
Lo que estamos viviendo es un retorno a una teoría económica que estuvo en boga durante el siglo XVIII, el mercantilismo. Los imperios que dominaban al mundo en esa época, creían que la exportación de bienes y servicios era la clave para la prosperidad. La balanza comercial entre bienes exportados e importados era el dato definitorio de la riqueza nacional. La forma de salvaguardar los mercados internos de un país eran los aranceles a la importación, como instrumento de protección a los agricultores e industriales. Esta política se denominó proteccionismo. Su segunda fase requería de la intervención del Estado en el intercambio de bienes, para promover el desarrollo, proteger a los apoyadores, pagar el gobierno y de esa forma consolidar el poder nacional.
Hasta allí, todo sonaba bien, pero sucede que la imposición de aranceles en contra de otros países desataba como consecuencia guerras comerciales que tuvieron como resultado confrontaciones bélicas terribles. Las guerras napoleónicas pueden interpretarse desde la historia económica de Europa como el resultado del choque entre el imperio británico marítimo contra el imperio francés continental. Resultado: más de un millón de muertos en sangrientas batallas como Austerlitz y Waterloo.
Caminemos más en el tiempo. Tanto la primera como la segunda guerra mundial supusieron también choques entre una Alemania y Japón en expansión, frente a la defensa comercial del Imperio inglés y la naciente hegemonía norteamericana. Se desató la peor conflagración conocida por la humanidad que terminó arrojando bombas atómicas. Conclusión: las guerras comerciales acaban mal. Son un peligro para todos; nos lo advierte la historia.
Una referencia más, Donald Trump ha declarado su admiración por un antecesor: el presidente William McKinley (1897 a 1901). Este fue un protector de los grandes monopolistas estadunidenses como J.P. Morgan, Andrew Carnegie, William Vanderbilt y John D. Rockefeller, productos del proteccionismo y la economía de compadres imperante en la época. Propició la guerra contra España, expandiendo a Estados Unidos sobre el Caribe y Filipinas. Desde esa posición asiática, intentó intervenir y negociar con China. Como diputado patrocinó su “Ley de Aranceles McKinley”; siempre los promovió. Propició lo que algunos historiadores denominan como la “Época de Oro” de la corrupción en los Estados Unidos. Fue asesinado por un anarquista.
La muerte de McKinley hizo que su vicepresidente Theodore Roosvelt tomara el cargo. El festín de los aranceles se terminó, al establecerse el impuesto sobre la Renta, que modernizaba al fisco norteamericano. El nuevo presidente era un miembro destacado de una nueva tendencia: el progresismo, que estableció lo que se llamó La Era del Progreso. Durante su administración se promovió la libre competencia y concurrencia a los mercados, prohibiéndose los monopolios. Esto estimuló el libre comercio y una práctica de liberalismo a profundidad, que impregnó la vida norteamericana . Las mujeres obtuvieron el voto. La moralidad se sublimó combatiendo la corrupción, especialmente en los gobiernos de las ciudades, donde se había instaurado, a través de la extorsión y el cobro de cuotas para políticos y criminales. Las mujeres, hartas del alcoholismo de sus parejas, impulsaron la prohibición del consumo de alcohol. El comercio internacional se liberalizó y Estados Unidos consolidó su economía.
La ocurrencia de Trump de regresar al modelo de McKinley significa la reproducción de la ambición expansionista de Estados Unidos, ahora sobre Canadá, Groenlandia y Panamá. Quiere aventurarse a minimizar el impuesto sobre la renta para sostener el gasto público a través de los aranceles que pretende cobrar a medio mundo. Al final traba una odiosa apuesta para proteger los negocios de los oligarcas americanos que lo apoyan. En conclusión, somos testigos de un duro golpe al comercio mundial, que significa también la sustitución de un liberalismo funcional, regido por reglas e instituciones, por un modelo de economía de compadres que en su momento provocó la formación de monopolios, generó desigualdad y produjo aumento de precios. La historia lo dice.
