Según el sociólogo Raúl Valenzuela Lugo, el gobierno de Estados Unidos firmó un acuerdo secreto con México para el cultivo de estupefacientes en Sinaloa, para abastecer de heroína a sus soldados durante la Segunda Guerra Mundial. Vino a México gente especializada para capacitar a campesinos y empresarios en la siembra y cultivo de amapola. Entonces, las drogas no eran cosa ilegal, los ancianos recuerdan que las plantas ornamentales en los bulevares de Culiacán no eran otras que las mismísimas amapolas.

El escritor sinaloense Leónides Alfaro complementa la historia: “A finales de 1945, con el fin de la guerra, los soldados gringos regresaron a casa y pedían marihuana. Terminado el convenio bilateral entre México y Estados Unidos, comenzó el tráfico de drogas. Así las cosas, la guerra en Vietnam agudizó el consumo de heroína y otras sustancias, especialmente entre soldados que regresaban del frente. Para ganar popularidad, Nixon empezó una campaña represiva más que de salud y rehabilitación.

“Pero la guerra contra las drogas de Nixon no buscaba rehabilitar adictos, todo fue una estrategia para consolidar poder, reprimir a sus adversarios y justificar la intromisión en el extranjero. Su modus operandi sigue vigente hoy en día: la amenaza de incursiones militares, México es amenazado, apoyado con la visión reduccionista de que “La culpa es de otros, no de Estados Unidos, y deben asumir su responsabilidad”. La CIA utiliza el mismo pretexto para intervenir en la política de varios países; pero tiene una venda en los ojos que le impide ver a los vendedores de droga en su país. 

La percepción de las conductas humanas es cambiante. Hace un siglo, todas las drogas eran legales. En México, el láudano (tintura de opio), la cocaína y la marihuana se vendían libremente en farmacias, sin restricción alguna. Hoy en día, compartir unos tragos entre amigos es un acto social común, pero durante la época de la prohibición en Estados Unidos era un delito punible.

Como anécdota, Julio Scherer refiere que Diego Rivera, en el Anfiteatro Bolívar de la Universidad Nacional, solía exhortar a sus compañeros con la siguiente consigna: “Sin más trámite, se tome el acuerdo de fumar cannabis indica y que este acuerdo sea cumplido”.

En su clasismo histórico, los gobiernos vecinos nunca mencionan a sus grandes figuras públicas que han consumido marihuana: John F. Kennedy, Barack Obama y Bill Clinton, que lo declararon públicamente. En México, el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob solía contar que en una ocasión ofreció un cigarro de la dorada de Acapulco a un joven engreído en el Hotel Sevilla. Luego, aquel joven que disfrutó de los efluvios de la grifa sería presidente de México: Luis Echeverría.

Otra célebre anécdota es la de un reportero que preguntara a Agustín Lara “si debía su talento para escribir canciones al consumo de marihuana”. El Flaco de Oro se limitó a sacar un cigarro de la hierba y se lo ofreció al periodista, desafiándolo: “A ver, échate este churro de grifa y componte un bolero”.

El debate sobre la legalización del cannabis parece haberse reducido a un dilema moral. Pero, ¿se debe legalizar la moral y moralizar el derecho? Hans Kelsen, uno de los juristas más influyentes del siglo XX, afirmaba categóricamente: “La validez de un orden jurídico positivo es independiente de su correspondencia con cierto sistema moral.”

La historia no debe tergiversarse: fue el Pentágono quien promovió el pacto secreto para la siembra de estupefacientes en Sinaloa. Sus guerras han cobrado caro: millones de drogadictos; y, sus gobiernos, han fracasado en rehabilitarlos y erradicar el narcotráfico imperante en su país. Pero ¿por qué encabeza Estados Unidos el consumo de drogas? La crisis del fentanilo y otros expone un profundo problema social: vacío existencial y una pérdida de valores familiares, que los gobiernos intentan encubrir con cínica hipocresía histórica y culpas evadidas, creyendo que el dinero lo arregla todo. 

El Gobierno de Trump busca trasladarnos la culpa, nos dice que “hemos sido malos con ellos”, como si sus agencias policiacas, de inteligencia y ciudadanos fueran inexpertos bienaventurados, cuando en realidad son la nación bélica más poderosa del mundo, pero incapaz de rehabilitar a sus drogadictos ni su descompuesto tejido social.  Lo anterior, no se arregla evadiendo culpas ni con hipocresía histórica y menos aún con aranceles

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