En la última semana en México aparecieron nueve cadáveres colgados de un puente en el estado de Zacatecas, cuatro personas reportadas como desaparecidas fueron encontradas en una fosa clandestina en Guerrero, hubo 11 asesinatos (seis de las personas eran menores de edad) en Michoacán, secuestraron a dos elementos de la Marina en Jalisco, mataron a cuatro personas en un domicilio en Morelos, un comando asesinó a cuatro jóvenes en Guanajuato y, en plena playa de Acapulco, asesinaron a un hombre frente a los turistas que tomaban el sol.
La declaración conjunta de la Cumbre de Líderes de América del Norte, que ocurrió el jueves pasado, alerta que en la región existe “una epidemia de salud pública por violencia armada”. En México esa realidad es latente ante el crecimiento del crimen organizado, los muertos cotidianos, el miedo de la gente ante la inseguridad 64.5% de la población considera que su ciudad es insegura y los toques de queda voluntarios para evitar las balaceras.
Hasta el momento no están claras las estrategias ni las acciones para combatir el problema. Tampoco están claros los responsables, salvo uno: el presidente Andrés Manuel López Obrador. Ha prometido en diversas ocasiones y desde la campaña electoral de 2018, que habrá resultados, pero los niveles de violencia han escalado a máximos históricos.
Este sexenio ya rebasó la cifra de 100,000 personas ejecutadas, y ya superó las cifras de sus antecesores Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, a quienes desde la oposición fustigó y con razón por sus fallidas estrategias contra el crimen.
El plan de López Obrador para reducir la criminalidad se ampara bajo el lema de “abrazos, no balazos”, pero durante este gobierno la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha recibido al menos 1,700 quejas en contra de las fuerzas armadas y las organizaciones civiles acusan que estas actúan con extrema violencia. Ha señalado que busca “atender las causas de la violencia” con programas sociales, pero eso funcionaría a largo plazo y necesita ser acompañada de acciones inmediatas para frenar el baño de sangre.
Aunque siempre señaló estar en contra de la militarización, ha desplegado al menos a 80,000 efectivos del Ejército para combatir la inseguridad. Pero a la vez tiene a los militares realizando una treintena de tareas civiles, desde hacer un aeropuerto hasta construir un tren, sembrar árboles frutales o repartir gas a los hogares. Y a casi 30,000 elementos más de las fuerzas armadas dedicados a impedir que las caravanas de migrantes lleguen a Estados Unidos.
Ante el crecimiento actual de la violencia la estrategia no es muy distinta a la que fracasó en sexenios pasados: cuando aumentan los asesinatos en un lugar, se mandan racimos de efectivos. El mejor ejemplo de ello es el estado de Quintana Roo, un polo turístico y la cara más conocida de México frente al mundo, en donde en las últimas semanas ha habido balaceras y asesinatos de turistas. El presidente anunció que enviaría 1,500 elementos de la Guardia Nacional extra al estado, pero la violencia imparable ya ha minado la confianza de los empresarios en invertir en la zona.
Mientras esto sucede, los capos y sus bandas parecen moverse cada vez más a sus anchas. Que el presidente se muestre cercano y comprensivo con los criminales a quienes dispensa un trato más respetuoso que a sus críticos y opositores ha sido un costoso error. Los criminales se sienten cómodos con estas políticas federales e incluso en las pasadas elecciones intermedias el Tribunal Electoral federal señaló que intervinieron en las mismas, en diversos estados. Es claro que el narco ha infectado la política, ha abierto nuevos espacios de acción y socialmente se ha normalizado la injerencia de esos grupos.
Además, la Fiscalía General de la República (FGR), que debería perseguir y encarcelar criminales, ha dejado como sello principal un debilitamiento aún mayor del Estado de derecho. A la FGR y al presidente la procuración de justicia les interesa solo con fines políticos. En su conferencia de prensa diaria López Obrador habla de expedientes judiciales pero para fustigar opositores, emprender vendettas personales o alimentar discursos propagandísticos para culpar de todos los males del presente a los gobiernos del pasado. No se habla de capos detenidos, de bandas desmanteladas, de sentencias contra quienes desaparecen y matan mujeres, ni de carpetas de investigación contra los poderosos cárteles que se extienden territorialmente y se empoderan financiera y políticamente.
La sociedad mexicana parece acostumbrada a la violencia, resignada a que ningún gobierno es capaz de lograr que haya seguridad. Lo han intentado sin éxito administraciones de los tres partidos políticos más importantes. Ante ello, López Obrador, montado en esta resignación social que no le cobró en las elecciones pasadas el fracaso, insiste en dar cifras y promesas desgastadas.
Que el combate a la delincuencia es un fracaso estrepitoso ya lo sabemos todos, solo falta que el presidente se dé cuenta y quiera rectificar el camino. No habrá manera de que haya una mejoría si el tema no le interesa al presidente, pues sin su aprobación el gobierno en general no mueve un dedo. Ojalá lo entienda antes de que sea demasiado tarde.
