México es un país diseñado por los ricos para los ricos. Así de drástica es la conclusión de No es normal (2021), el lúcido y pormenorizado estudio de Viri Ríos sobre las condiciones que sostienen la pasmosa desigualdad que padecemos. Desde tiempos inmemoriales, nuestras élites políticas y económicas se han empeñado en imponer un sistema destinado a protegerse solo a sí mismas. Pertenecemos a un país donde, como afirma su autora -una de las escasas voces en nuestra maniquea discusión pública que intenta distanciarse por igual de los adoradores y los archienemigos del Presidente- es tan difícil dejar de ser pobre como dejar de ser rico.

Somos una de las naciones más desiguales del planeta y, si López Obrador ganó abrumadoramente las elecciones de 2018, fue en buena medida porque volvió parte central de su discurso esta oprobiosa realidad. Por desgracia, su preciso diagnóstico ha derivado, en sus primeros tres años de gobierno, en escasas medidas que hayan contribuido a revertirla y muchas que la han dejado intacta o incluso la han acentuado. Como si se tratara de una novela policiaca, en No es normal Ríos compendia minuciosamente las incontables pruebas del crimen: las decenas de políticas públicas destinadas a beneficiar solo a unos cuantos.

En primera instancia, Ríos revela que, pese a su defensa a ultranza del mercado -y su dócil adopción del neoliberalismo- nuestras élites son alérgicas a la competencia. Buena parte de las empresas más grandes de hace veinte o treinta años siguen siendo las mismas ahora: un signo de nuestra inmovilidad. Ello se debe a las reglas pensadas para evitar que surjan competidores capaces de desbancar a quienes ocupan lugares monopólicos o privilegiados en el mercado: algo que perjudica sobre todo a los más pobres, obligados a pagar altos sobreprecios. Por si fuera poco, nuestra desigualdad también se refleja en la disparidad de trato entre las empresas grandes y las pequeñas o en la manera como los bancos -otros de los consentidos del sistema- obtienen ganancias escandalosamente altas.

En segundo lugar, Ríos muestra cómo nuestra normatividad laboral opera, una vez más, a favor de las grandes empresas y en detrimento de los trabajadores, quienes reciben salarios y utilidades muy por debajo del promedio en el mundo. El argumento de que aumentar los sueldos va en detrimento de la economía o que contamos con trabajadores ineficaces o mal calificados no es sino otra falacia para preservar la injusticia. Peores son todavía las condiciones de los campesinos, quienes no cuentan siquiera con los mínimos beneficios de los obreros.

En la tercera parte de No es normal aparece uno de los centros neurálgicos del problema: la manera como nuestras élites han creado un modelo fiscal para favorecer a las personas de ingresos altos, quienes no solo pagan tasas mucho menores, sino que cuentan con infinitos mecanismos para evadir impuestos. Una recaudación proporcional así como la necesidad de imponer importantes impuestos a la herencia no solo son parte crucial de la agenda central de la izquierda, sino una de las pocas políticas públicas que en efecto reducen la desigualdad. No deja de sorprender que López Obrador se resista tanto a aumentar los impuestos a los más ricos, prefiriendo dirigir sus ataques a la clase media -pequeñísima en comparación con el tamaño de nuestra economía- o con recortes públicos que afectan justo a los más pobres.

En su tercio final, Ríos se ocupa de la corrupción -más alta de lo que se cree en el gasto social- y de las desigualdades derivadas del género o el color de la piel: otras de nuestras lacras estructurales. Pese al optimismo que manifiesta en sus propuestas, el panorama que deja es desolador -y más, todavía, si se suma la absoluta ausencia de Estado de derecho, que otra vez solo ayuda a los más poderosos-. Y todo ello porque nuestros políticos -tanto del pasado como, por desgracia, del presente- se mantienen, casi sin excepciones, al servicio de esas mismas élites a las que pertenecen o ansían pertenecer.

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