En México la justicia no existe. Simplemente, no existe. Cada vez que, por una razón u otra, algún tema relacionado con ella salta a la palestra pública -como, en esta semana, una vez más, la prisión preventiva oficiosa- debemos tener este presupuesto en cuenta. No se trata de una opinión mía o de quienes nos hemos detenido a observar su funcionamiento, sino de una pavorosa realidad que miles -acaso millones- de ciudadanos padecen día con día, a veces como víctimas, a veces como imputados. Las estadísticas son claras: nuestros tribunales resuelven menos del 5 por ciento de los delitos que se denuncian: eso significa que, en la práctica, esta cifra debe descender a menos de medio punto porcentual si se toman en cuanta los que se cometen. Estos números implican que en México no hay Estado de derecho.

Desde que llegó al poder, Andrés Manuel López Obrador tuvo claro este escenario. En buena medida podría decirse que parte importante de su triunfo en las elecciones de 2018 se debió a su permanente denuncia de la impunidad, achacada -con razón- a las administraciones del PRI y del PAN. Por desgracia, como en tantos otros temas, al preciso diagnóstico del problema, la 4T ha respondido con medidas que no solo no lo alivian, sino lo empeoran. La más grave acaso sea querer confiar la seguridad pública a los militares, algo que ni Calderón -el Presidente más belicoso e irresponsable de los últimos tiempos- se atrevió a consumar.

Igual de perniciosa fue la decisión de la 4T, desde sus primeros días en el gobierno, de aumentar el catálogo de delitos a los que se reserva la prisión preventiva oficiosa. Como señaló brillantemente el ministro Arturo Zaldívar, presidente de la Suprema Corte de Justicia, en un video de Tik Tok -un acierto en su tarea comunicativa-, esta medida implica una violación a los derechos humanos puesto que vulnera uno de los principios centrales de cualquier régimen democrático: la presunción de inocencia.

La prisión preventiva oficiosa, de la cual abusó particularmente la administración calderonista, implica que basta una acusación -apenas una sospecha- para que alguien deba ser inmediatamente recluido en prisión, desde donde debe articular su defensa. No importan, aquí, las condiciones particulares del caso. No importa si en efecto existe el peligro de fuga o una peligrosidad manifiesta: cualquier imputado termina en la cárcel. Se trata de una medida que solo es propia de los regímenes autoritarios, los cuales se valen de ella para amenazar a sus enemigos, sin que les importe otra cosa -y por supuesto no la justicia- que asegurar su poder.

Si a ello añadimos que, igual que en el pasado, la Fiscalía -en teoría, solo en teoría, independiente- se rige por criterios arbitrarios y políticos, como demuestran numerosos casos recientes -incluido el de los 31 científicos y funcionarios del Conacyt acusados de crimen organizado-, la prisión preventiva oficiosa se convierte en un instrumento idóneo para justificar cualquier abuso de poder.

Volvamos, pues, al principio. Si nos hallamos en un país donde la justicia no existe en absoluto, la prisión preventiva oficiosa no puede ser vista sino como una burda maniobra que solo busca incrementar el número de personas en prisión de cara a la galería, por más que todas ellas -todas- sean, al no haber sido juzgadas, inocentes. Se trata, pues, de una medida que solo profundiza la injusticia y la desigualdad: en contra de lo que afirma el Presidente, a quien más afecta es a los más desfavorecidos: justo ese sector de la población que él afirma defender.

Afirmar que, al suprimirla, la Corte solo beneficia a los delincuentes de cuello blanco es una simple mentira: de hecho, debería suprimirse para todos los delitos y solo ser autorizada por los jueces en casos en verdad excepcionales. Defender la prisión preventiva oficiosa implica alinearse con los peores vicios heredados de otras épocas. ¿Quién iba a imaginar que, en este tema, dos archienemigos como Calderón y López Obrador iban a resultar intercambiables?

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