XXVIII Domingo del tiempo ordinario
Mientras Jesús camina hacia Jerusalén le sale al paso un joven que le plantea algo fundamental: “¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” (Mc. 10, 17). Es un joven que ya conocía y observaba los mandamientos de Dios (cfr. Mc. 10, 18-20), por lo que, ahora Jesús se detiene y lo ve con amor, para invitarlo a dar un paso definitivo: “Solo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme”. (Mc. 10, 21). Pero, ante la propuesta de Jesús, aquel joven se fue entristecido (cfr. Mc. 10, 22).
Sin duda, aquel era un joven éticamente bueno, pero le faltaba lo más importante: descubrir a Dios en los mandamientos y ponerlo como el mayor de todos los bienes. Tenía muchos bienes, pero no sabía cuál era el mayor de todos. Ahí es donde se esconde el riesgo silencioso de las riquezas y del poder. Posiblemente, de frente al contexto social, aquel joven aparecía como alguien educado, justo y apegado a las devociones y tradiciones del pueblo, incluso aspiraba a lo más alto, a la vida eterna. Pero hay un problema de fondo: a la hora de tomar decisiones, no aparece Dios como lo verdaderamente importante.
Podemos ser muy fervorosos y con muchos actos de piedad, mas, si a la hora de tomar las decisiones en el día a día, otros intereses contaminan y ciegan el corazón, fácilmente caeremos en la tentación de pedirle a Dios que se alinee con nosotros. En el fondo, dice el Papa Benedicto XVI, lo que buscamos no es la vida eterna, sino estar bien en esta que es temporal.
Comenta Aristóteles en su libro de ética que el poder y las riquezas, si no están bien ancladas en la virtud, que es el ejercicio de la sabiduría, dañan el propio ser y a los demás. Terminan dominando los afectos del hombre. No olvidemos que el poder y la riqueza son incapaces de ahuyentar las preocupaciones y de evitar los aguijones del miedo.
El virtuoso, al anclar su vida en la sabiduría, disfruta como nadie de los bienes materiales, sean pocos o muchos. Más aún, cuando la vida se “inspira en la justicia y en la solidaridad, constituye un factor de eficacia social para la misma economía” (Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, 332). En esa buena virtud, dice el autor del libro de la Sabiduría: “Supliqué y se me concedió la prudencia; invoqué y vino sobre mí el espíritu de sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación a ella, tuve en nada la riqueza” (Sab. 7, 7-10).
En el Antiguo Testamento quien tenía más riquezas materiales era visto como alguien predilecto de Dios, como alguien a quien Dios más bendecía. Pero hoy el evangelio nos deja en claro que las riquezas son un verdadero riesgo, de ahí que Jesús aproveche para advertir: “Hijitos, ¡qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!” (Mc. 10, 24) Las riquezas facilitan muchas expresiones de libertad y, de hecho, muchos, a partir de ellas, se sienten libres: pueden viajar, comprar, enfrentar una enfermedad, hacer hasta obras filantrópicas, etc. Las riquezas nos hacen libres frente a las cosas, pero muchas veces complican la libertad interior, la que verdaderamente hace trascender al ser humano y le permite ser íntimo amigo de Dios.
En definitiva, cuanto más nos bendiga Dios en las cosas materiales, más necesitamos de Él y más necesitamos de hacernos de amigos que nos ayuden a entrar un día en la gloria de Dios.
La belleza de la fe, no nos limita en las cosas temporales, sólo nos permite dar orden a nuestra vida, de modo que los mismos bienes temporales se conviertan en medios y no en estorbos, para lograr la aspiración máxima del creyente: “La vida eterna”.
MGL
