Marcelo Mosén -si este es su nombre- se definía como un hombre normal: abogado, de firmes ideas conservadoras, cuyo pequeño hijo muere en la pandemia. A partir de ese momento, sumido en un rencor hacia toda forma de progresismo, no tarda en convertirse en compañero de ruta, en coadyuvante y al fin en cómplice del régimen fascista implantado en España bajo las siglas de un nuevo partido, LUX, que, desprendido de la derecha tradicional donde siempre se había incubado, acaba de hacerse con el poder.
En LUX se congregan todas las formas del resentimiento: hacia los migrantes; hacia los independentistas; hacia las mujeres y lo que sus miembros llaman “ideología de género”; hacia los homosexuales y quienes perturban a la familia tradicional; y, por supuesto, hacia cualquier nacionalismo que no sea el más rancio y orgulloso nacionalismo español. Mosén, cuya identidad oculta le impide integrarse del todo en la nueva fuerza, se convierte en testigo privilegiado de las falacias con que la ultraderecha consigue el apoyo mayoritario en las urnas y cómo, una vez en el gobierno, implanta una dictadura dedicada a purificar brutalmente a sus ciudadanos.
Recién publicada en España, LUX, de Mario Cuenca Sandoval, se lee más como una brillante crónica realista que como una distopía o una novela de anticipación. El partido que conquista el poder en España en un futuro cercano -tal vez demasiado cercano-, primero como aliado con el Partido Popular y luego desprendiéndose de él, está calcado de VOX, el ala radical de la derecha española que desde hace unos años ha crecido como mala hierba, encabezado por Santiago Abascal, reconvertido en el libro en el igual de burdo y autoritario Simón Aliaga, y quien, como él, se fotografía con un yelmo del siglo XVI para demostrar su temple conquistador.
Hasta hace muy poco, mientras un cúmulo de partidos del mismo corte avanzaban en numerosos países europeos, España se vanagloriaba de no contar con uno. Vox rompió el encanto, reuniendo a los dirigentes y votantes más radicales del PP, la matriz que no ha dudado en aliarse con ellos -pese a sus posiciones racistas, xenófobas y homófobas- para gobernar en distintas autonomías y ciudades. Valiéndose de una prosa exacta como bisturí -y de la erudita, decadente y satánica voz de Mosén-, Cuenca Sandoval narra cómo un partido semejante pudo nacer y crecer, y se atreve a avizorar qué ocurriría en caso de obtener una victoria.
La receta es, por desgracia, sencilla, como se ha comprobado en todos aquellos lugares donde la ultraderecha ha conseguido el poder, como los Estados Unidos de Trump: abanderar el rencor de las antiguas clases privilegiadas que han visto mermada su posición, echarles sin falta la culpa a los otros -los marroquíes, los mexicanos, los rumanos, los sirios, los homosexuales- de las desgracias nacionales, asumir un feroz nacionalismo identitario y señalar con índice flamígero a la izquierda de participar en un complot comunista internacional.
La Carta de Madrid que Aliaga -perdón, Abascal- circula por la Iberósfera -otro concepto imperialista-, y que un importante grupo de senadores del PAN ha firmado, es un resumen de estas mentiras. El que el partido fundado por Gómez Morin las vuelva suyas es quizás uno de los mayores despropósitos de su historia: no han necesitado de López Obrador para asumirse no ya como conservadores, sino para colocarse, voluntariamente, en el espectro de la ultraderecha.
En países como Francia, la derecha tradicional se vale de un “cordón sanitario” para mantener a raya a Le Pen. Para no verse convertido en la tiranía oscurantista imaginada por Cuenca Sandoval, México debe hacer lo mismo. Si el PAN no destituye de inmediato al coordinador de sus senadores y expulsa de sus filas a los cómplices de Vox -y si sus aliados del PRI y el PRD no se desmarcan enfáticamente de él-, los auténticos demócratas de nuestro país deberían boicotearlos y retirarles definitivamente su voto. Más allá de las simpatías o antipatías políticas de cada uno, hay un límite que ningún país debería permitirse rebasar: los pactos con el fascismo.
