Los líderes mundiales, reunidos por Joe Biden, establecieron metas objetivo para detener el cambio climático. La razón es sencilla: si fallamos, nadie se salva. La atmósfera es nuestro hábitat común, ahí no hay fronteras.
Describir la meta es fácil. Nuestra atmósfera no puede aumentar su temperatura en más de 2 grados centígrados en promedio anual. Si rebasamos ese límite el clima será incontrolable. El mar se comerá las ciudades costeras y los fenómenos meteorológicos golpearán con huracanes, inundaciones y grandes sequías. Nuestra especie está en riesgo.
Según información del New York Times, las ambiciones de Joe Biden “son grandes pero no tienen aún especificaciones, pero los expertos dicen que para tener éxito se requieren cambios virtualmente a cada esquina de la economía norteamericana”. Agregaremos que los cambios requeridos deben llevarse a cabo en todos los rincones del planeta. Sin entrar a esos datos específicos, que pronto serán puestos en las mesas de negociaciones multilaterales, advertimos que el primer cambio se da con la propia reunión internacional.
Donald Trump renunció al acuerdo de París y le valía un cacahuate el cambio climático. Era tan desfachatado que en un día de mucho frío se atrevió a preguntar, “¿cuál calentamiento global?” Biden quiere la cooperación internacional y vuelve, con su país, a liderar la gran lucha del siglo XXI. Esa es la primera buena noticia.
En Estados Unidos se requiere que para el final de la década, al menos la mitad de todos los vehículos vendidos sean eléctricos. Una transformación industrial que dejará a la mitad, o más, de las refinerías sin chamba. Cuando el invento de “Dos Bocas” comience a producir, ya será una inversión obsoleta e impagable (si es que algún día se termina). Pero eso no quiere decir que nuestro Presidente no tenga metas, sólo que nadie las entiende. En su aparición en la cumbre, lo más importante para él es que México “no exporte petróleo” sino que lo use para producir sus propias gasolinas. Nunca ha dicho cómo lograrlo ni en qué ayudaría.
Dijo que México cambiaría sus turbinas en las hidroeléctricas, que sembramos muchos árboles y se atrevió a sugerir la tarea que debe hacer Estados Unidos: financiar la plantación de árboles en Centroamérica y luego contratar a sus ciudadanos para que trabajen como braceros. ¡Ah! El premio sería, después de tres años, darles la residencia o la ciudadanía norteamericana. What?!, debieron decir los demás mandatarios.
López Obrador prometió no entrometerse en las políticas públicas de otros países respetando la doctrina Estrada. Ayer no lo cumplió, además Biden había rechazado desde antes la propuesta. Plantear de nuevo el tema fue más por intento de lucimiento personal que por aportar compromisos de México para el futuro.
Luego habló de la fraternidad, el humanismo y otros rollos. El discurso recordó el tiempo en que el presidente Luis Echeverría quiso convertirse en el “líder del Tercer Mundo”, una fantasía tropical parecida a la de salvar el clima con la siembra de árboles en Centroamérica, donde nadie nos ha invitado a hacerlo ni tenemos el beneplácito de sus muy variopintos regímenes.
Otra vuelta de tuerca a la intervención en asuntos de otros países y sus problemas. Todo esto mientras la CDMX -donde se da la mañanera- se ahoga por la polución de la planta termoeléctrica de Tula, donde cocinan electricidad con más combustóleo que nunca.
