La pandemia. Sí, podemos echarle la culpa, como de todo lo que ha pasado en este aciago año. El agotamiento, físico y mental. Las esperanzas, continuamente pospuestas, en la vacuna. La nostalgia de la normalidad pasada y la ansiedad ante un futuro incierto. Llevamos demasiados meses asustados, pasmados, ateridos, fatigados, en duelo. En esta época prevalece, sin embargo, la ira. No es inusual: la frustración reconcentrada y el enojo frente a una realidad que nos rebasa, que ha alterado todos nuestros planes, que nos ha arrinconado en nuestras casas, que nos ha arrebatado nuestra libertad, que nos ha arrancado familiares y amigos, que nos ha inmovilizado y asediado sin tregua.
Furia reconcentrada. Como la que exhibió el presidente López Obrador nada más recuperarse del Covid. Si en otras ocasiones lo hemos visto afilado o combativo, siempre feroz con sus críticos, cuando respondió que no, que no iba a ponerse el tapabocas, no solo se mostró desafiante, sino ofendido, como si el periodista lo hubiera insultado. Si alguien pensó que la convalecencia iba a apaciguarlo o a moderarlo, es que no ha seguido su trayectoria. La enfermedad solo reafirmó sus convicciones, la principal de las cuales es que se halla en un estado de guerra permanente, que él mismo ha cultivado, contra quienes a diario lo cuestionan (sobre todo en columnas de opinión) y a quienes les concede una importancia de la que hace mucho tiempo carecen.
Un Presidente enfurecido no hace sino reflejar el estado de ánimo de la nación: o ciudadanos enojados con él y con su terquedad, o con quienes atacan o se burlan de su tenacidad: la obsesión por construirse solo dos campos paralelos, igual de cerrados, igual de ideológicos, igual de inmutables. O, en fin, enojados por verse forzados a elegir entre estas únicas dos posibilidades. Un ánimo público que, por lo que se ve, permeará el resto del año y no hará sino reconcentrarse conforme nos acerquemos a las elecciones intermedias.
¿Y cómo no mostrarse no solo decepcionado, sino furibundo, cuando Morena, el partido del Presidente, con su aval o impulso, presenta como candidato al gobierno de Guerrero a alguien que ha sido reiteradamente acusado de violencia sexual? ¿Y cómo no sentirse paralelamente iracundo frente a los candidatos elegidos por la oposición, casi todos ellos reciclados de desventuras pasadas, extraídos del mundo del espectáculo o con perfiles que solo responden a los intereses de sus dirigentes? ¿Cómo no indignarse ante una competencia marcada por las figuras de Félix Salgado Macedonio, Margarita Zavala o Samuel García? ¿Cómo no sentirse irritado ante estos tres rostros que representan, cada uno a su modo -no intento compararlos-, lo peor de sus partidos?
Una contienda donde la cara más visible de Morena será la de alguien reiteradamente acusado de agresiones sexuales; donde la ridícula alianza PRI-PAN-PRD queda encabezada por el calderonismo, es decir, por los responsables de la guerra contra el narco que suma cientos de miles de muertos y desaparecidos, al lado de quienes han perpetuado la corrupción peñista (sin tomar en cuenta a un PRD del que no quedan más que las siglas); e incluso, donde Movimiento Ciudadano arruina todos sus esfuerzos previos al presentar a quien encarna el lado más frívolo y reaccionario de las élites de nuestro país.
Imposible no estar, en estas condiciones, rabiosos: ante un Presidente que ha abandonado la empatía para concentrarse en sus obsesivas batallas personales; un partido en el gobierno que desoye incluso a sus militantes más destacadas, incapaz de rectificar; y una oposición sin visión de futuro, que no logra renovarse o aceptar sus culpas pasadas. Es como si el encierro nos hubiera vuelto a todos como al Presidente: más tercos, más ensimismados, más fríos. Nada urge tanto como abandonar las jaulas que nos hemos construido y tratar de mirar, por un segundo, a esos extraños que nos ven a nosotros con la misma desconfianza. Mirarlos, hablar con ellos e imaginar, sin ataduras, un espacio común.
@jvolpi
