El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), se presume como un demócrata. Lo dice él y lo replican sus seguidores. Ganó la presidencia en su tercer intento. En los primeros dos clamó fraude y por eso su arribo al poder, tras arrasar en los comicios del 2018, era fácil de posicionar como un triunfo de la democracia.
Pero este presunto defensor de la democracia no decidió acercarse a líderes como Justin Trudeau (Canadá), Emmanuel Macron (Francia) o Angela Merkel (Alemania). Con quien decidió aliarse fue con el ex presidente estadounidense Donald Trump. Cuando ganó las elecciones, AMLO le mandó una carta en la que se comparaba con él: dos outsiders de la política que llegaron para quebrar el orden de las cosas y arrinconar a las mafias gobernantes.
Durante los dos años en que coincidieron, AMLO nunca lo criticó, desbarató la política migratoria de su gobierno para ponerla a las órdenes de la Casa Blanca y lo visitó (en la única gira internacional que ha hecho) en medio de la campaña por su reelección para ayudarlo a obtener el voto hispano.
Pero se fue Trump, y el trato hacia Estados Unidos cambió radicalmente: la primera carta de AMLO al presidente Joe Biden fue áspera, el gobierno de México restringió la operación de agentes de inteligencia extranjeros, calificó como fabricación una investigación de la Administración de Control de Drogas estadounidense contra el exsecretario de Defensa Salvador Cienfuegos y ofreció asilo a Julian Assange, a quien Biden considera un terrorista.
Ahora, el nuevo mejor amigo del presidente de México es el mandatario ruso, Vladimir Putin, quien tuvo también una relación cercana con Trump. Biden y AMLO han hablado por teléfono dos veces. Ninguna de las dos llamadas ha sido referida por AMLO con tantos elogios como la que tuvo con Putin.
Conversó con el ruso pocas horas después de anunciar que tenía COVID-19 y lo calificó de “genuinamente afectuoso”. Dijo que le prometió mandar 24 millones de dosis de la vacuna Sputnik V. Con el apoyo inicial del presidente, el gobierno de México inició una luna de miel con Rusia.
El zar mexicano contra la pandemia, Hugo López-Gatell, quien en agosto había desdeñado la vacuna rusa, se volvió su principal propagandista. Una investigación de The New York Times señala que los medios estatales rusos acusados de interferir en la elección estadounidense en 2016, apoyados por medios mexicanos afines al gobierno, tienen ya un aliado en su campaña para impulsar la vacuna rusa en México y América Latina, y difundir mentiras sobre las demás vacunas. La distribuidora de medicinas del Estado mexicano asumió la representación de la Sputnik V para lograr su aprobación, y todo se aceleró para que esto sucediera.
Mientras en Rusia Vladimir Putin encarcelaba y sentenciaba a su principal opositor, causando protestas multitudinarias y la condena de múltiples gobiernos democráticos, el que se ostenta como un gran demócrata latinoamericano se lanzaba a los brazos del autócrata a cambio de unas vacunas& que aún no han llegado.
Putin ha sido señalado en múltiples ocasiones por organismos internacionales como Amnistía Internacional de ser un líder que está en contra de los derechos humanos, que utiliza las leyes en contra de sus opositores políticos, es antimigración y coarta la libertad de expresión.
Cuando se analizan las características de AMLO, Trump y Putin, ya no resulta tan extraño que el mexicano se sienta más a gusto tratando con ellos que con líderes más cercanos a las prácticas democráticas.
A los tres les gusta concentrar el poder y llevar gobiernos unipersonales, les encanta brincarse las formalidades de la ley, son expertos en polarizar y les tienen sin cuidado las normas democráticas.
El ruso, el estadounidense y el mexicano sostienen su narrativa de grandes logros, éxitos y epopeyas aunque los datos duros los desmientan; alimentan teorías de la conspiración, usan la propaganda digital intensiva para hacer prevalecer su discurso aunque no se sustente en la realidad y propician un seguimiento casi de culto religioso para afirmarse en el poder y para amedrentar a quienes se les oponen. Las teorías de desinformación como QAnon, alentadas por Trump y sus seguidores, no son muy distintas de las campañas digitales rusas, ni de las aplicadas en México por el aparato propagandístico de la presidencia. Y su incidencia política trasciende lo digital.
Ese estilo ha resultado exitoso para otros líderes con rasgos poco democráticos en diversas partes del mundo. Trump y Putin se han convertido en modelos para líderes de la “Internacional Populista”, como le llamó Anne Applebaum. Por eso dirigentes en toda América se han plegado a sus ideas.
Putin es un manjar irresistible para ellos y para AMLO: nunca los incomodará sobre el respeto democrático a los derechos humanos, división de poderes o la libertad de prensa; tampoco sobre el respeto a los derechos de la oposición, las libertades individuales, el respeto a la ley y los tratados internacionales, o los organismos autónomos y la rendición de cuentas.
Todo ello empata perfectamente con la visión del presidente mexicano de que “la mejor política exterior es la política interior”, un resabio de la política de la década de 1970. Es decir, no juzgar a nadie en el mundo para que nadie en el mundo ponga el reflector sobre mis prácticas domésticas. Durante 80 años esa fue la máxima de la política exterior del régimen del Partido Revolucionario Institucional, al que Mario Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta”.
No es extraño que AMLO se sienta más a gusto al tratar con Putin y Trump que con un líder como Biden, pese a que su proyecto está más cercano a la izquierda que el de los otros dos líderes. El populismo hermana.
