Una turba de supremacistas blancos tomando por asalto el Capitolio de Washington: para bien o para mal, ésta será la imagen que quedará de la ponzoñosa Presidencia de Donald Trump. Pero no nos llamemos a engaño: pocos líderes autoritarios han sido tan transparentes respecto a sus intenciones. El Trump que incitó a esas hordas a subvertir la votación que habría de confirmar su derrota -su peor pesadilla-, luego de infatigables semanas de azuzarlos con mentiras y llamados a la rebelión, es el mismo Trump que inició su campaña acusando a los mexicanos de ser criminales y violadores. La continuidad discursiva y política es claramente previsible y todos los que se han resistido a verla han terminado por convertirse en cómplices de su embate contra la democracia.
Como tantos tiranos -o tiranos en potencia-, Trump es a la vez un catalizador y un producto de su tiempo. Sin la paciente y sibilina revolución neoliberal que, desde los años ochenta del siglo pasado, no dudó en hacerle lugar al nacionalismo más rancio, al racismo y la xenofobia y, en general, a todas las formas de exclusión, lo ocurrido estos días hubiera sido imposible. Tampoco sin la colaboración -el colaboracionismo- de las iglesias evangélicas, encerradas en su doble moral, o de grupos políticos como el Tea Party, decididos a arrinconar a la izquierda a cualquier costo. Infiltrado por todos estos sectores, el Partido Republicano, antes caracterizado por su fidelidad a la ley y a esos valores que hoy enarbola solo como consignas vacuas, se transformó en una amalgama en la que hoy conviven conservadores y libertarios con toda suerte de ultras, fascistas y fanáticos de las teorías de la conspiración.
El mecanismo mediante el cual un puñado de radicales y dementes logró apoderarse de un partido no es nuevo y, paradójicamente o no, sigue la estrategia de los infiltrados comunistas de principios del siglo XX. Su baza fue convencer a sus líderes de que debían subvertir el discurso de la izquierda para hacerles creer que los discriminados y olvidados no eran ya las minorías negras o latinas, o las mujeres, sino los blancos trabajadores sin estudios universitarios. Con esta ideología a cuestas, los parásitos no tardaron en infectar al aparato completo, que aún considera legítima esta falsedad. Una zafia inversión de los valores -como la que detectó Hannah Arendt en el nazismo- que ha permitido y alentado el crecimiento de la ultraderecha en todo el orbe.
En este ambiente, Trump, un bárbaro, millonario, estafador y megalómano, resultó la pieza ideal para cuadrar el rompecabezas. Llegó a la Presidencia gracias a sus mentiras y calumnias y, a lo largo de estos cuatro años, apenas hizo otra cosa que repetir la estrategia, cambiando a veces de objetivo, con la permanente consigna de dividir cuanto fuera posible a la sociedad estadounidense -de por sí ferozmente dividida- y de alentar a esa pequeña base supremacista blanca que habría de seguirlo a cualquier parte y a la que no dudó en alabar tras el asalto al Capitolio. Mientras tanto, el sistema nunca dejó de animarlo o cuando menos tolerarlo: fuera porque no se le tomaba en serio o porque la izquierda y los medios creyeron torpemente que las instituciones podrían contenerlo, nadie se opuso frontalmente, durante su mandato, a su eficaz desmantelamiento de esas mismas instituciones. Nadie.
Durante cuatro años, Estados Unidos se resignó a su locura: si Trump hubiera propuesto nombrar senador a su caballo, la derecha lo habría aplaudido y los progresistas se habrían alzado de hombros. En su beatífico optimismo, muchos en Estados Unidos piensan que esta vez llegó demasiado lejos: no ven que la toma del Capitolio no fue una derrota, sino su última victoria. Si los supremacistas blancos llegaron hasta allí, ya nada podrá detenerlos. Puede ser que ahora los pretorianos al fin se decidan a aniquilar a su césar -está por verse-, pero solo una vez que ha cumplido su misión. Trump aún no termina de irse, mientras sus seguidores ya preparan su venganza.
@jvolpi
