Dos meses y medio pasaron ya desde que al país le urgía la intervención fiscal del Gobierno para reducir el sufrimiento provocado por la pandemia. Parece una eternidad. El 25 de marzo calculaba que eran necesarios 2 billones de pesos para amortiguar la caída. No eran números arbitrarios sino un espejo de lo que hacían los gobiernos de todo el mundo. Para sobrevivir el encierro, las arcas públicas y los bancos centrales salieron al rescate.
En Francia, Emmanuel Macron prometió que ningún negocio cerraría, ninguna familia quedaría sin alimentos y nadie quedaría atrás. En Alemania, Angela Merkel apuntaló a las empresas y a los ciudadanos con el 30 por ciento del PIB en créditos y apoyos. Países más pobres que México, como Perú, extendieron créditos externos a las empresas y apoyos directos a la población hasta por el 10 por ciento de su PIB. Estados Unidos se voló la barda y depositó a sus ciudadanos desde 1200 dólares por persona hasta 4 o 5 mil dólares por familia.
El Gobierno podía pedirles quedarse en casa porque el ingreso básico estaba asegurado. Aquí, el Banco de México entendió el problema de liquidez de las empresas y la banca nacional e intervino con 750 mil millones de pesos en apoyos al sistema financiero. Mientras tanto, la administración de Morena comenzó a rasurar los presupuestos, a disminuir el gasto. Justo lo contrario de las recomendaciones que daría un estudiante de primer grado de economía. El resultado fue brutal: a finales de mayo había 12.5 millones de mexicanos sin ingreso.
Las cifras de infectados y de mortandad por el Covid-19 crecieron mucho más de lo que había estimado el Gobierno. Y crecerán más por una simple razón: la gente no puede estar en casa cuando no tiene ingresos. Los cálculos originales de Hugo López-Gatell, subsecretario de Salud, eran de 6 mil muertos. A la fecha llegamos a 13 mil y, si las cosas no cambian, podríamos superar los 100 mil.
La obsesión del presidente López Obrador de no adquirir deuda, de gastar en sus proyectos elefante y trasquilar el presupuesto, causará decenas de miles de muertes y destrozará el sistema de salud pública. Lo dijo la oposición: sin la garantía de un ingreso mínimo de supervivencia, la gente no puede estar en casa.
La movilidad crea ya curvas extendidas de infección y muerte. Lo peor, el precio de la pandemia será mucho más caro que el de haber ejercido un crédito ya contratado con el Fondo Monetario Internacional, como lo sugirió el ex subsecretario de Hacienda, Santiago Levy, como lo sugirió el Gran Zedillo y los ex presidentes liberales de Latinoamérica. Pagaremos con mayor caída del PIB; pagaremos con una economía disminuida y, lo triste, pagaremos con más vidas.
El sufrimiento para doctores, enfermeras y trabajadores del sector salud es trágico y será inconmensurable. El abandono puede considerarse criminal porque el país caerá en la peor recesión de su historia y en una mortandad innecesaria.
Tan sólo las empresas que cierran por falta de mercado costarán al país dos décadas de atraso y el futuro de una generación que no encontrará piso firme para su desarrollo.
Los daños serán los peores que hayamos tenido desde la Revolución de 1910. La irracionalidad no puede continuar sin consecuencias, sin provocar una fuerte oposición. Increíble que hayamos tenido la oportunidad de reducir la tragedia y la hayan profundizado con un “austericidio”.
