Cuando la realidad choca con las palabras del gobernante hay una confusión en la mente del gobernado. La historia del engaño desde el poder siempre termina en tragedia. Una y otra vez lo vemos. Un ejemplo en “tiempo real” es el de Donald Trump.

Sus constantes mentiras ya no alimentan la esperanza de los republicanos conservadores que lo eligieron. Mintió sobre Barack Obama cuando dijo que no era norteamericano; mintió cuando inventó que todo Estados Unidos estaba en crisis antes de la elección; mintió cuando dijo que el Covid-19 no era importante.

Con 100 mil muertos ya no atina qué decir. Tendrá que inventar nuevas mentiras sobre China, alguna conspiración imaginaria o una fantástica medicina mágica que curará la epidemia. La mentira repetida una y otra vez puede lograr la fe del ciudadano durante algún tiempo, como decía Lincoln. Luego la verdad regresa para castigar y cobra cuentas muy altas al pueblo creyente. La verdad es difícil de decir y aceptar, produce desilusión y tristeza cuando implica sacrificio y sufrimiento.

El político maestro en decir la verdad fue Winston Churchill. Le dijo a su pueblo que irían al infierno para ganar la guerra. Lo cumplió. Lo de ir al infierno de la guerra y la victoria también. Hay mentirosos de todos sabores y colores. Hitler mintió a su pueblo haciéndole creer que la raza aria era superior y estaba destinada a un imperio de mil años. Los resultados son conocidos.

Salvador Allende, quien según López Obrador ha sido el “mejor presidente”, hundió a Chile en la miseria después de destrozar la economía de su país con la mentira de la prosperidad y el bienestar comunista. El poder de la palabra, esa que construye, libera, motiva, entusiasma y abre caminos a mundos mejores, tiene una vida útil muy corta cuando no va de acuerdo a la realidad. Si la “corrupción” ya terminó porque llegó la nueva Administración pero el Inegi dice que ha aumentado, la gente comienza a rascarse la cabeza en busca de respuestas.

Si el Presidente dice que la corrupción “sigue para abajo” y vemos tan campantes a Manuel Bartlett y a Enrique Peña Nieto, más dudas tenemos de la palabra repetida todos los días por la mañana. Lo más grave, si los números que reflejan la realidad se tiran al cesto de la basura y se inventan otras “fórmulas” para medir el bienestar, surge la desconfianza de un gran sector de la población.

Imposible que millones no se den cuenta del choque de la palabra con la realidad cuando pierden empleo, sufren enfermedad sin atención o ven hundirse a sus pequeñas y medianas empresas por falta de apoyo gubernamental. Como todo abuso, la mentira puede convertirse en una adicción llamada mitomanía al extremo que el mentiroso cree sus fantasías.

Porque una mentira pequeña puede crecer y crecer hasta convertirse en una falsedad inocultable. Podemos ver a Trump atrapado en sus cuentos. A Brasil le costó mucho la ignorancia o las mentiras de Jair Bolsonaro. En México, las pequeñas o grandes mentiras de Hugo López-Gatell quedarán al desnudo a medida que pase el tiempo. El precio en vidas será altísimo.

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