Los días de confinamiento tienen una intensidad emocional distinta al transcurso normal del pasado tranquilo. Sería imposible no desubicarse en momentos de incertidumbre, miedo y en ocasiones melancolía. A todos nos pasa o al menos a la mayoría.
La sensación más dura es la ansiedad. Se refleja el pensamiento errático que va de un lado a otro sin poder enfocar un solo tema. Perdemos la concentración y revisamos una y otra vez las redes sociales, los noticieros y hasta la cotización del dólar.
Todo lo podemos sobrellevar trabajando y sin salir de casa 38 días, salvo la irracionalidad aposentada y triunfante en Palacio Nacional. Son muchas ya las barbaridades, las mentiras, los desaciertos y las decisiones de un mal gobierno que nos lleva al abismo. Un recuento para no olvidar.
La destrucción del NAIM de Texcoco produjo la primera emoción de enojo, de rabia. Luego vinieron las mañaneras con planteamientos absurdos como la construcción, sobre las rodillas, de tres proyectos que costarán muchísimo más de lo que puedan producir en décadas. Santa Lucía, Dos Bocas y el Tren Maya.
Cómo poder olvidar al presidente Andrés Manuel López Obrador alentando la producción en un trapiche como solución a la economía popular. Un video donde insulta a la industria del refresco nacional, de la cual viven cientos de miles de trabajadores y es fuente de ingresos para 100 mil tiendas familiares esparcidas por todo el país.
¿Quién iba a pensar que un presidente juarista y liberal podría esgrimir un amuleto religioso en contra de la epidemia más peligrosa de nuestra historia? ¿Cómo puede decir que le viene “como anillo al dedo” a su proyecto político la pérdida de empleo y la indigencia en que caerán millones de mexicanos?
Harto de tanta estupidez, decido voltear hacia otro lado, no ver ni escuchar la mañanera con las locuras, arrebatos, agravios y ofensas. Resulta imposible.
En los últimos días, el Presidente dice que contratará buenos abogados para ir contra las empresas que deben muchos impuestos, pero calla cuando le preguntan sobre una presunta deuda de Ricardo Salinas Pliego, su gran amigo.
En esta misma semana López Obrador desestima el valor de los periodistas mexicanos. Nos tacha de falta de profesionalismo, de ser defensores del conservadurismo y no sé qué tanta fantasía.
Toma casi una hora para decir quiénes son los buenos y dónde están los malos. Apunta a tres que le agradan y todos los demás no. Ni siquiera vale la pena detallar esa mañanera, sobre todo cuando el monstruo de la pandemia llega a su etapa más difícil.
Para terminar la sarta de sandeces mañaneras, Andrés Manuel dice que entregará el dinero del Infonavit directamente a los trabajadores para que escojan en qué gastarlo, algo que ya se hace. Pero como no le ajusta el tiempo para agredir a los empresarios, se lanza contra los vivienderos.
Dice que es mejor que el trabajador construya su casa, que contrate a un maestro de obras y a vecinos porque no se necesita ni arquitecto ni ingeniero para hacerlo.
Ahí fue cuando toda la rabia, el enojo y la impotencia de soportar tanta tontería se transformó en una profunda tristeza. Soy ingeniero civil y entiendo el esfuerzo y dedicación necesaria para conocer la resistencia de materiales, los sistemas de ingeniería sanitaria y la administración de un proyecto de obra, por ejemplo.
Si entendí bien, lo que quiere López Obrador es el florecimiento de ciudades perdidas, de fabelas; chabolas sin proyecto, de urbanismo como invasión, como formación de guetos.
También vive soñando en que todos los periodistas nos convirtamos en focas aplaudidoras de sus despropósitos. Ya no tengo más que tristeza, una profunda desolación por saber el futuro que nos espera. A menos que queramos cambiarlo ya.
