Al transcribir la lista de los 900 hombres que en marzo de 1520 arribaron a Veracruz en los barcos de Pánfilo de Narváez, el historiador Alfredo Chavero escribió una frase inquietante:

Juan Guía, negro de Narváez que introdujo las viruelas en México”.

En otros documentos, este personaje aparece bajo el nombre de Francisco Eguía. En todo caso, bajó muy enfermo del barco y fue alojado en una choza de Cempoallan. Unos días más tarde, Cempoallan era el reino de la muerte.

En pocos meses, una de las epidemias más devastadoras, una de las peores catástrofes demográficas en la historia de la humanidad, galopaba hacia México-Tenochtitlan, atravesando los pueblos de Tepeaca y Tlaxcala.

Relató más tarde Fray Bernardino de Sahagún:

Se dio una grande pestilencia de viruelas de todos los indios, en el mes que llamaron Tepeilhuitl, que es al fin de septiembre. Desta pestilencia murieron muchos indios; tenían todo el cuerpo y toda la cara y todos los miembros tan llenos y lastimados de viruela que no se podía bullir ni menear de un lugar, ni volver de un lado a otro, y si alguno los meneaba daban voces. Esta pestilencia mata gente sin número (&) los que escaparon quedaron con las caras ahoyadas y algunos ojos quebrados”.
Fray Toribio de Motolinia narró que “en muchas partes aconteció morir los de una casa; y porque no podían enterrar tantos como morían para remediar el mal olor que salía de los cuerpos muertos, echábanles las casas encima de manera que su casa era su sepultura”.

Como narra Sahagún, se trataba de una enfermedad excesivamente dolorosa. El virus tenía un proceso de incubación de entre siete y 17 días. Los enfermos padecían fiebres, dolores de cabeza. De pronto empezaban a desarrollar puntos rojos en la piel, que al paso de los días se convertían en pústulas. La comezón era insoportable. En algunos casos, el fin era anunciado por hemorragias nasales.

El contagio entró en Tenochtitlan, una ciudad de alrededor de 250 mil habitantes, días antes de la Noche Triste. Cuando Cuitláhuac hizo huir a los españoles por la calzada de Tlacopan, la epidemia no se había manifestado. El brote comenzó en los primeros siete días de septiembre de 1520 y, según algunos autores, en menos de dos meses ocasionó la muerte de la tercera parte de la población mexica.

Cuitláhuac, el rey de Tacuba y el rey de Chalco, entre otros, perecieron en medio de grandes dolores, y con sus ciudades pobladas por el lamento de los enfermos. Está en las crónicas: no existe nada peor que una ciudad enferma. En poco tiempo no había guerreros sanos. Quienes lograron sobrevivir al contagio quedaron con profundas y horribles cicatrices. Muchos perdieron la vista.

No existen muchos registros de cómo fueron aquellos días en los barrios desolados de Tenochtitlan. Pero es fácil imaginarlo, pues en algunos lugares la mitad de la población murió.
Para 1576 el virus se había extendido de Baja California a Guatemala.

Nada se sabe sobre el fin de Juan Guía o Francisco Eguía, al que muchos consideran “el arma bacteriológica” que en 70 días ocasionó más perjuicios que todo el ejército de Cortés.

El siglo XVI quedó brutalmente marcado por sus mutilantes y espantosas enfermedades. Dejó pueblos vacíos, poblados por ciegos y “cacarizos”. Fue el reino de la muerte. Negar el poder destructivo que pueden alcanzar las epidemias es contradecir 500 años de sufrimiento y dolor.
 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *