Era la primavera de 1952 y la aviación comercial de pasajeros en México comenzaba a cubrir todo el país. Había una línea aérea pequeña llamada “Los Tigres Voladores”.
Según fotografías de archivos históricos, usaba aviones Curtiss C-46, bimotores no presurizados que hacían la ruta de México a Acapulco, a Veracruz y a otras ciudades desde el mismo aeropuerto que hoy tenemos en la capital, el Benito Juárez en los llanos de Balbuena.
Cuentan que en uno de esos vuelos, casi de aventura, surgió una tormenta infernal. Sin radar, sin pronósticos metereológicos para conocer el clima, las tripulaciones se metían en mal tiempo casi sin darse cuenta.
Los pilotos tenían poca preparación y volaban de oído. No había faros radioeléctricos de navegación confiables y los instrumentos más útiles eran la brújula y el reloj. La cabina crujía y afuera había rayos y centellas. Los pasajeros iban amarrados con sus cinturones; manos y uñas aferradas a los asientos.
Sobre la Sierra Madre Occidental, rumbo a Acapulco, los turistas angustiados rezaban porque creían que el final de su vida estaba cerca. En medio de la violenta tempestad, un pasajero comenzó a gritar “¡aquí me bajo!”. Se soltó del cinturón y quiso ir a la puerta del avión para descender como si fuera un autobús urbano. La azafata y los demás viajeros lo tuvieron que detener antes de que cometiera un suicidio.
Por fortuna la historia no terminó en un accidente y el avión pudo aterrizar. De no haber sido así, esta historia no podría ser contada porque fueron mis padres quienes la vivieron en su luna de miel.
La narración brota en la memoria cuando, después de leer durante el día todas las noticias de las decisiones de la nueva Administración, sentimos la tormenta perfecta que producen los navegantes. Dicen ir al norte y hacia arriba cuando vamos al sur y para abajo.
Muchos quisieran bajar ya del sexenio. Gritar, tomar maletas y escapar por algún lado en un agujero del tiempo para llegar a 2024. Al igual que en los Tigres Voladores no hay puerta de emergencia durante el vuelo, sólo resistir el temporal con la esperanza de que el fuselaje resista y no reventemos en un caos.
Hay quienes tienen sueños de fuga y acarician las tranquilas imágenes de las ciudades de Texas o California. Otros presienten aterrizajes forzosos como el de Venezuela o, peor aún, el de Cuba.
El viaje es turbulento y a diario sentimos las bolsas de aire pero la mayoría pensamos que el país resistirá como lo hizo en otros tiempos. La política populista asestó duros golpes en el pasado pero al final salimos siempre de las crisis.
Hay quienes tienen miedo del clima propiciado por el coronavirus o Covid-19, porque será viento en contra de la economía y morirán algunos, porque desinflará el crecimiento global. No será letal para México.
Esa tormenta externa a pesar de todo, como los tronantes cúmulos, son inevitables y hay que enfrentarlos como vengan. Lo que nos revienta la cabeza son las heridas autoinfligidas a la seguridad, la salud y al crecimiento económico.
Lo peor es que le gritamos a la tripulación: ¡Sálganse de la tormenta! y no hacen caso. Tan fácil que sería cambiar el rumbo y alejarse ya de algo que se convierte en pesadilla.
