Entre más indagamos en las cuentas públicas menos comprendemos las decisiones tomadas en los primeros 14 meses de la nueva Administración. La última parece tomada sobre las rodillas: la pretendida universalidad y gratuidad de los servicios de salud. 

El Gobierno gasta un 3.8% del PIB en salud con sus aportaciones a todos los servicios. Traducido a pesos, son unos 800 mil millones. 

Contemplar universalidad y gratuidad significa por lo menos el doble del gasto. ¿De dónde saldrá ese dinero? Nadie sabe. 

Otro problema de la gratuidad es el incremento automático de la demanda. Si algo no cuesta, si se puede obtener sin ningún esfuerzo, habrá más solicitudes.

Las consultas diarias en todas las instituciones de salud como el IMSS, el ISSSTE, el Seguro Popular (o Insabi), en el momento que no tenga costo el servicio, podrían aumentar la demanda en un porcentaje impredecible. 

Las colas para recibir consulta aumentarían de inmediato porque tendemos a pedir más de todo aquello que no nos cuesta. Un ejemplo simplón pero útil es aquello que está incluido en un precio. Si vamos a un hotel y con desayuno “gratis”, tendemos a comer más de lo que necesitamos. Es parte de la naturaleza humana. 

Muchos países establecen coaseguro o un pago mínimo para atender a los protegidos por el gobierno. Pasa en lugares tan desarrollados como Dinamarca o Singapur. Cambiar el sistema en un año a la cobertura universal es una locura y será una pesadilla para todas las instituciones a las que les encarguen hacer esa tarea. Los doctores aventarán la bata por la saturación de solicitudes que ya tienen. 

Nadie puede estar en contra de que un gobierno otorgue prestaciones de primer mundo. Es una meta, un ideal al que puede y debe llegarse. El tema es cómo hacerlo. En el momento que se agoten las medicinas, que los doctores den cita a dos o tres meses de distancia, el invento tendrá un efecto más pernicioso y con efectos secundarios más graves que las enfermedades que desea curar. 

Los ingenieros compararíamos el proyecto como si a un puente o a un edificio se le quisiera cargar con el doble o el triple de la carga para la que fueron diseñados. Un electricista chamuscaría una instalación si le aplica a una línea 220 voltios cuando está diseñada para 110. 

Ni siquiera Aladino puede conceder el deseo al Presidente, aún cuando piense que tiene la lámpara mágica de todo el poder y la obediencia de sus colaboradores quienes tiemblan ante el futuro de esa promesa. 

Los temas de los puentes vacacionales, la rifa del avión e incluso la destrucción del aeropuerto de Texcoco son una broma pasajera comparados con la de establecer en un año la gratuidad y universalidad de los servicios de salud públicos. Esa decisión puede convertirse en el principio del fin de la popularidad presidencial. 

Si a eso sumamos el escaso crecimiento económico y los problemas de la seguridad, podríamos tener un desencanto prematuro con la nueva Administración. 

En Estados Unidos perdonan todas las barbaridades, corrientadas y bufonadas de Donald Trump porque la economía crece sin parar. El desempleo está en mínimos históricos y los salarios reales crecen por encima de la inflación. Además los fondos de pensiones y el crecimiento de las bolsas de valores permiten que millones de ahorradores vean reflejados mejoras en su patrimonio. “It”s the economy”. No hay más. 
 

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