Sería difícil encerrar en una columna todo lo que nos enseñó Miguel Barragán, director fundador de am y Al Día. Si recorriéramos las páginas de lo publicado desde hace 40 años, encontraríamos mil anécdotas y mil lecciones de un periodista íntegro, de un intelectual discreto.
Miguel Barragán se sumó a la aventura de fundar un periódico limpio, un diario que respondiera al interés de los lectores. Él conocía las limitaciones de otros medios dominantes, de la “cultura” periodística mexicana, donde las políticas editoriales se dictaban desde el poder con la costumbre de abrir la cartera de los fondos públicos para que el “sistema” permaneciera.
Don Miguel, como siempre le decíamos, tenía un parecido sorprendente con el pensador José Ortega y Gasset, de ojos brillantes y frente amplia, también compartía el espíritu liberal del español. Con el ejercicio periodístico desde su temprana juventud, dominaba el idioma y la palabra, con la sabiduría de no tomarse la vida tan en serio, que opacara el ánimo de la redacción, era grato acercarse a platicar con él sobre cualquier tema del día.
Le gustaba cocinar la edición del día siguiente con un tipómetro en mano, espada útil para la batalla vespertina. Así nos enseñó lo que eran las “picas”, las “líneas ágata” o los “cuadratines”, sin perder de vista que los periódicos no sólo se armaban en “retículas” formales de columnas y pulgadas, sino también en un despliegue gráfico al que pocos se atrevían en la década de los setenta, cuando era una complicación fotomecánica hacer un periódico-revista todos los días.
Don Miguel, como pocos, entendía todo, comprendía todo lo que rodeaba su circunstancia. La política local, los problemas sociales y económicos; sabía mucho del Imperio Norteamericano, porque así lo veía, así lo leía. Su nacionalismo era sincero, su independencia intelectual, absoluta.
Pero sobre todas las cosas Miguel Barragán era maestro que aceptaba de buen grado a discípulos sin preparación y los transformaba en periodistas consumados. Decenas de ellos son hoy actores, cronistas y traductores de la realidad local. Su mejor lección, su enseñanza que ayudó a transformar a Guanajuato tuvo dos líneas: el amor a la profesión y la integridad personal.
Porque él resistió cualquier tentación de vanagloria o prominencia social, él no era periodista para acompañar a gobernantes en cortes de listón. Y no lo era porque disfrutaba más la compañía de los jóvenes en el periódico o un buen trago con los amigos cuando la jornada había terminado.
Hay nostalgia, la llevamos en la memoria de todo lo que hicimos con el gran gusto travieso al publicar sin límites, sin cortapisas lo que nos parecía correcto: las transas en las elecciones; los mítines multitudinarios de Vicente Fox; el surgimiento de la democracia impulsado por los ciudadanos de León y Guanajuato. Cuando todo mundo callaba por miedo, conveniencia o rentabilidad, Don Miguel encabezaba el festín de libertad, ese que todos los días nos seguimos dando porque es adictivo.
Navegábamos por la libertad de expresión a sabiendas de que nos cubría la prudencia y el sentido común de Miguel Barragán. Era el gran escudo para todos. Nunca ningún poderoso se atrevió a denostarlo, ningún lector recibió un trato descortés o enfadado. Su divisa era la cortesía y el respeto. Su tesoro era el ámbito de los intelectuales porque valoraba más un buen libro que otros bienes. En eso también se parecía a Ortega, cuyo “oficio” era el pensamiento.
