Entendido que la integridad de una persona no está en la manera de vestir sino en la forma de ser, hemos, sin embargo, de reconocer que  en algunos casos la forma ayuda al fondo, como el del monje sin hábito, que disminuye su personalidad o los galenos, doctoras, enfermeras a quienes la higiene misma impone prendas más que necesarias.

En una empresa exigen uniformes, batas y hasta trajes por resultar parte de carácter institucional.

En la política militante y propiamente gubernamental, desde tiempo ha, se imponía un formulario en la vestimenta, para que nadie apareciera mejor presentado que el jefe o la jefa. A los superiores se les cuidaba hasta en ese prurito.

El burócrata pero principalmente si era funcionario, debía inquirir cómo acudir a una cita en público con el jefe, más si se trataba del ejecutivo en turno.

Por eso resultó curioso el que Diego Gobernador, en reciente acto, se despojara de la corbata para sentirse cómodo . Y disertó sin tal prenda. 
El hecho, que para algunas personas pasó casi sin ser advertido, resulta de importante signo.

Representa el gesto, una especie  de sacudida a cierta costumbre protocolaria que, en realidad resultaba una  tiranía política chiquita; pero al fin y al cabo tiranía.

Solamente en la etapa de Adolfo Ruiz Cortines a la Presidencia, sus asistentes y secretarios, se escaparon de ser obligados a usar la corbatita de moñito, (de gato) que invarablemente ataba a su cuello el veracruzano.

Recordemos, para el anecdotario, que cando Fox era presidente, (para él todavía lo es), asistí junto con otra personas a un evento, que encabezaría el sancristobaleño. Al entrar al lugar sede, un oficial del Estado Mayor Presidencial, nos detuvo -éramos seis personas-. Y ordenó nos quitáramos los sacos y las corbatas. Pregunté por qué. Seco, escueto, golpeador respondió el mílite que “el señor Presidente llegará con pantalón de mezclilla y camisa vaquera”.

A voz alta comenté: “Vámonos, por el cinturón con hebilla de caballo reparando”. Otro mando, del mismo E.M.P. indicó seco: “Que pasen”. Y entramos.

Era una especie de formalidad ridícula, impuesta para que los ciudadanos y ciudadanas, nos viéramos siempre, ante las luminarias del momento, de bajo perfil. 

Una vez al entonces Presidente Luis Echeverría, le pregunté desde cuándo se había acostumbrado a la guayabera. Dijo escueto: “Desde que descubrí su comodidad”. No lo creí porque era evidente que pretendía acompasar la vestimenta folclórica de su señora esposa, “la compañera María Esther”.

Cabe ahora un dato curioso: Cuando fue líder del PRI el general Rodolfo Sánchez Taboada, contaba con dos cercanos auxiliares, uno llamado Luis Echeverría Álvarez y otro Rafael Corrales Ayala. Los dos vestían formales. El segundo con gran capacidad intelectual y reputado como gran orador; pero dado, en algunos ratos, a la milonga. 

En cambio el primero siempre atento, excesivamente formal en presencia y acción. Le adivinaba el pensamiento a su jefe, por eso escaló hasta donde sabemos.

En los tiempos del echeverriato se ordenó no servir vino, de ningún tipo, en los eventos oficiales. Aguas de chía, horchata, fresa, alfalfa y demás, eso sí. Quienes llevaban escondida su anforita daban sorbitos y convidaban, “a la chita callando”.

Luego del informe presidencial -era el Día del Mandatario- se pasaba al saludo oficial. Entre legisladores se mezclaba, por orden del EMP, gente del pueblo: con canasta, llena de fruta; un “bolero” cargando su cajón. 

Pero lo principal era no saludarse entre sí 50 metros antes de llegar con el Presidente. Darle la mano y ya.

Al instalarse la LI legislatura, luego de la reforma política Echeverría-López Portillo, se tenía que realizar la instalación con la asistencia presidencial. El libreto del protocolo indicaba asistir los legisladores con traje negro.    

Luis Marcelino Farías, presidente de la Gran Comisión, me refirió el hecho. Le sugerí que se hiciera como que la virgen le hablaba. No dijera nada al respecto, porque llegábamos de todos los colores, incluidos comunistas (todavía está allí Pablo Gómez), sinarquistas -PDM- y otros ismos.

Cada quien concurrió como quiso y pudo. No pasó nada anormal.

Cuando don José (López Portillo) le quitó la gubernatura de Hidalgo, que ya tenía en las manos, al general Manuel Rangel Escamilla, para dársela a Rosel De la Lama, que era de Turismo, a efecto de colocar allí a Rosa Luz Alegría, con José Ramón, “el orgullo de mi nepotismo”.

Entonces la Dama, que todo el mundo sabía las cartas que traía en la mano, tramitó comparecencia en la Cámara de Diputados. Farías no tuvo sino aceptar. Dijo a los coordinadores: “Son como los fuegos de artificio: humo al aire, que pronto se va”.

Pero eso no fue lo interesante sino que el día de la presentación de Rosa Luz, el personal de la Secretaría de Turismo se presentó (dirían los clásicos) en tiempo y forma: trajeados con estreno, hombres y mujeres. ¿A qué costo y con cargo a quién? (Diría la viejita que ese es otro tema).

En la escalinata de San Lázaro, la valla con Cadetes del Colegio Militar.

Luis Marcelino Farías se sorprendió al saberlo y cuando se le dijo que ni a los presidentes se les había recibido con semejante pompa, ordenó que regresaran de inmediato, antes que apareciera la susodicha, al Colegio Militar.

La sencillez de Diego al poner la corbata a descansar, no es, no debe ser tampoco un formulario a seguir; se trata, es advertible, de que los funcionarios entiendan, creo yo, que más importante que la forma, es el fondo. Más que lo que se aparenta, lo que se es y hace.

Debo decir que si en la variedad está el gusto, yo tengo 61 años de no quitarme la corbata más que para dormir, lo que no me hace ni menos ciudadano ni más servicial.

Nota marginal: Señor Alcalde, ¿debemos esperar a que sea nombrado el Secretario Ejecutivo (como en varias partes de Europa y Estados Unidos) para lograr que se poden los árboles del jardín de San Francisco, en El Coecillo? La plaga no espera, don Héctor.

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