Yo no califico a los maestros, menos los juzgo; simplemente exalto su valer como seres humanos.
Y creo, sinceramente, que un día es poco para ponderar su labor, que al igual que la de los padres, comienza en las entrañas de los seres humanos.
Los progenitores, cuando nacemos, nos sienten como lo que somos o sea parte de su ser. Nos prodigan por ello amor ilimiltado con todo lo que conlleva el celo por la vida y la grandeza. Allí, en el hogar, aprendemos a conocernos a nosotros mismos y a despejar los telones de eso que se llama vida.
Luego vamos a los planteles educativos. Allí los maestros y maestras resultan auxiliares maravillosos de quienes nos trajeron a la vida. Contribuyen a despertar los sentidos y descubrir habilidades.
En casa el o la bebé gatea y comienza a descargar y utilizar el torrente de neuronas. En los planteles nos colocan en la ruta del saber y del ser.
Claro que el trípode de la escolaridad son las escuelas con su complejidad organizativa y administrativa; los maestros y desde luego alumnos y progenitores.
El tiempo en que llegaban a llevar niño o niña a la escuela, de parvulitos y le decían a quien lo recibiera: “se lo entrego con todo y todo, usted sabe lo que me regresa”, era por demás absurdo, si entendemos que el hogar o sea la concurrencia de los padres, por más sencillos o ignorantes que sean, resulta importante.
En una escuela particular impartieron conferencia para que los mayores, desde luego los padres, auxiliaran a los alumnos, ya en casa, con las tareas. Al salir de la charla un individuo le dijo a otro por lo bajo: “Para eso pagamos y ahora quieren que nosotros hagamos su trabajo”. El que escuchó volteó muy contrariado, molesto pues y le espetó a quien rumiaba semejante desahogo: “Es que nosotros tambiën somos educadores”.
Aquí podemos afirmar, apegados a la realidad, que no hay profesores o profesoras buenos o malos, estrictamente hablando, aunque el carácter de unos y otros los lleve a ejercer con diferente tono o sentido. Su estilo o manera de enseñar, puede variar en atención a su mismo temperamento. Incluso en la historia de la educación en nuestro País, el mundo y en mismo León, han habido maestros y maestras muy severos, cuyas críticas han sido arrojadas sobre su historial, como balde de agua helada.
Vale la pena referir que al fundar la escuela Fray Pedro de Gante, (hoy Instituto Leonés, que es para acomodados, el otro plantel, que subsiste, se dice que es para pobres; pero ese es otro tema), digo que impartía en segundo año un profesor regordete, falto de un ojo, que a quien se la hacía, lo levantaba de las patillas; menos, claro, a los pelones. Era un sabio, cuanto se le inquiría contestaba al punto, fuera de historia, el cuerpo humano, aritmética. Nos enseñó a hacer cepillos para el lustre de zapatos, con cerda de caballos; el grabado de la parte superior lo dibujamos y cortamos de alumino en que venían las pastas dentales. Nos guió para hacer nuestra propia tinta a efecto de que no saliera caro comprar (rajojú). A ese maestro le tengo un altar en mi memoria.
Aquí recuerdo también a mi maestra en tercero de primaria, Antonia Negrete, en la escuela de La Paz. Enérgica, rigurosa, exigente; a ella no se le iba ni un punto y menos una coma. La historia con los nombres que registraban los libros; nada de que “parece que…..”. Ella, como muchos profesores, marcaba a sus alumnos para siempre: los enseñaba a retener y a pensar, incluso dándole rienda a la imaginación.
“Describe a los aztecas. ¿Cómo te imaginas a Cuauhtémoc?.¿Los tarascos de qué vivían, qué comían?.
Se dice que desde el lago de Pátzcuaro le llevaban pescado a Moctezuma, recordaba la profesora y hacía que los muchachitos nos colocáramos como en relevos para ir de Michoacán hasta Tenochtiltlan.
Nunca supe si ella inventó ese método de enseñanza, lo que sí puedo reconocer es que resultaba altamente pedagógico.
De esta profesora quiero referir una de las experiencias que me marcaron para siempre, por su sencillez y grandeza.
Nos dejó tarea por grupos. Al mío le ofreció un libro que tenía en su casa. Debíamos ir por él. Tres compañeros y yo llegamos por el rumbo de San Juan de Dios. Era una vecindad. Nos metimos y preguntamos por la profesora. Nos indicaron el digamos departamento que habitaba. Afuera un anafre con algo hinviendo.Daba aroma de frijoles. Tocamos y nos abrió luego el cuarto. Curiosos vimos una cama, silla y mesa; librero muy modesto.
Tomó el libro que nos prestaría. Nos despedimos, estoy seguro que todos, sumamente impresionados porque nunca nos imaginábamos que esa mujer tan enorme, una giganta para nosotros, fuera en la realidad de nivel modestísimo.
Obvio que esto no quiere decir que los profesores y las profesoras deban vivir en la inopia. Por el contrario, los emolumentos que han de percibir tienen qué ser suficientes para cubrir sus requerimientos personales y familiares con dignidad.
A través de la historia de la educación en México hemos visto la forma en que los distintos regímenes han tratado al personal docente, ideologizándolo, manipulándolo, ya con Plutarco Elías Calles, con el alarido de Guadalajara, de que: “La niñez, pertenece a la Revolución”. O con el cardenismo que pretendió darle tinte y guía socialista.
Hoy, por desgracia, la carrera magisterial se ha politizado hasta un punto en el que se confunde con intereses facciosos ; pero no vamos a tocar ese realismo, sino que debemos exaltar a los maestros como tales, entendido que su entrega es una hermosa vocación plena, cabal para la humanidad.
Es tan importante esta profesión que cuando se habla de los principios de nuestra especie, al crearse los clanes, las tribus, hubo siempre un curandero (brujo), un sacerdote o ser conectado con la divinidad real o supuesta y el o la guía, para la enseñanza.
Los maestros y maestras, del plantel que sean, son los impulsores de la grandeza humana.
Nuestro tributo de admiración por ellos; sean del nivel que sean, oficiales o particulares, ya que en el saber que se tiene y se brinda a los demás, no existen ismos, menos, muchos menos los egoismos.
