Al terminar el relato sobre mi visita a la cárcel de mujeres, mostrando algunos de los sellos de tinta indeleble aplicados sobre mis brazos como marca de res, mi amigo clavó la mirada sobre una de las paredes de la tienda como acordándose de algo y dijo con pesadumbre:
– La cárcel es algo mucho peor que el infierno mismo.
– Eso me han dicho, ¿Le consta? Dije chanceándolo, como lo hacía a veces para hacerlo hablar.
– Podría decir que sí. Vea. A un amigo de mi infancia le figuraron varios años. Lo conocía desde pequeño; jugábamos en la calle del barrio con mi hermana. Pero el hombre se fue perdiendo, lo cogieron cuidando un secuestrado y lo encanaron. El tipo era sano y ya estaba casado o arrejuntado con una muchacha, tenían un bebé de cinco o seis meses…
– Eso de “se fue perdiendo”, y perdóneme que lo interrumpa, no me quedó muy claro. ¿Por qué no nos tomamos otra y me cuenta la historia con calma?
Tomó la botella de vidrio opaco con calma, asintió con la cabeza balanceando también el cabello alborotado tras la larga jornada de oficina y vació de un sorbo los pocos mililitros faltantes. La tendera cuidaba atenta nuestros niveles de consumo; bastó sólo una seña para recibir en pocos instantes la nueva ronda. Cada uno tomó su envase y brindó.
– Es su turno, compañero. Ya le conté ese episodio amargo, le toca a usted. Soy todo oídos.
– No hay mucho que contar, es una de esas vainas que pasan en los barrios. Uno conoce gente cuando niño que nunca se sabe en qué va a terminar. A este loco le decían desde chiquito “Chogüi”. Tal vez por aquella canción del pájaro, ¿la ha oído?
Asentí como por reflejo tratando de no interrumpirlo. Era un amigo muy reservado y cortar su narración era casi un crimen.
– Sí, es famosa. – Prosiguió – Chogüi fue siempre inquieto, corría como un berraco, casi volaba. Jugábamos en frente de la casa, en la calle. Íbamos a escuelas distintas pero nos encontrábamos en la tarde. Comíamos empanadas con gaseosa en una tienda cercana a mi casa. Era bueno para el microfútbol, armábamos por lo general equipo juntos porque él me estimaba mucho; pero era de los niños que capaba colegio para irse a juntar con otros locos que ya andaban metiendo vicio. ¿Se imagina? Un pelado de diez o menos en esas.
– Casos se ven, por no decir que muchos. Pero, usted no anduvo en esas, o ¿sí?
– Yo tenía a mi familia, mi mamá nos cuidaba mucho y nos aconsejaba. Por otro lado, él tenía una curiosidad, una ansiedad de buscar sin que nada se le hubiera perdido que la calle convirtió en malicia. Aprendió a robar y se metió a una pandilla juvenil de las varias que hay en Ciudad Kennedy. Eso es lo que llamo irse perdiendo.
Había hecho mucho énfasis en las últimas dos palabras. Intuí que mi pregunta le había hecho proyectarse a sus años escolares. Con el rostro sombrío sorbió otro trago de amarga. Me sentía bastante mal por haber hecho ese comentario tan indelicado y sin embargo mi curiosidad, quizás tan ávida como el pequeño pájaro delincuente, me exigía seguir preguntando.
– ¿Le robó algo alguna vez?
– No, jamás. Un ladrón pobre normalmente sólo roba a los que cree que tienen más que él. Me acuerdo de una vez que estábamos jugando en la calle y pasó un muchacho en bicicleta… Yo no tenía, porque en mi casa no había plata para esas cosas. Chogüi lo sabía, y como leyéndome la mente al ver pasarla me dijo con mucha frescura. “Oiga. Usted es mi amigo. Si quiere yo le puedo conseguir una cicla de esas”. Yo me quedé frío, pero alcancé a pensarlo y a verme montando por toda la cuadra. Pero le dije que no, que yo no sabía montar…
– Y ¿él que respondió?
– Le brillaron los ojos, apenas movía la cabeza como si hubiera hecho un gran descubrimiento. Yo le pregunté que de dónde iba a sacar algo así y ahí mismo me cambió el tema. A partir de ese día nos empezamos a separar. No seguimos jugando micro; me evitaba a veces diciendo que tenía cosas que hacer o simplemente se desaparecía por semanas para llegar de repente con ropa nueva o estrenando zapatillas.
– ¿Y la familia de Chogüi que decía?
– No tenía papá y la mamá se la pasaba trabajando y lo dejaba con la abuela artrítica o algo así. Por eso se mandaba solo desde hacía rato. Algunos años después del asunto de la bicicleta, cuando ya casi no nos topábamos, se hizo amigo de mi hermana, Carolina, incluso creo que le estuvo caminando…
– No lo culpo. – interrumpí tratando de aliviar un poco el tono melancólico de nuestra conversación. Él sonrió y tomó un buen sorbo. Cambiando el talante exclamó animado.
– ¡Ja! Eso se lo podría comentar a ella.
– Ya me conoce, es una broma.
– Ah, sí, sí…
– ¿El siguió en la banda?
– Sí, pero por esos días, tendría unos quince o dieciseis, conoció a Luz, una muchacha amiga de hermana quien con su madre había arrendado unos cuartos cerca de donde nosotros vivíamos. Caro los presentó en uno de los bazares del cura Uribe. Chogüi era pequeño pero pinta y Luz tenía lo suyo, además atendía el puesto de las empanadas, lo primero que él visitaba. Al parecer fue amor a primera vista. La misma Caro decía que nunca había visto algo igual, algo de novela. [Continuará]
